Sospechosos no tan comunes

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¿Cómo cambia la apreciación de una historia cuyo final conocemos de antemano? Planteándolo de otra manera (y con “spoiler” de una película que se estrenó hace más de 18 años), ¿puedes ver ‘El Sexto Sentido’ con el mismo placer cuando sabes que el personaje de Bruce Willis está muerto desde el inicio? Y sobre el estreno que nos atañe esta semana, ¿qué tantas veces puedes ver una película de suspenso donde el culpable se revela justo al final, sorprendiendo al público de forma efectiva?

Quisiera haber llegado a ver ‘Asesinato en el Expreso de Oriente’ (‘Murder in the Orient Express’, d. Kenneth Branagh) sin la información anticipada sobre quién muere, quien es responsable de dicha muerte y cómo llega el genial detective Hércules Poirot (Branagh) a la resolución satisfactoria de este peculiar caso. No estaba en mi destino, claro. Devoré ávidamente la novela de Agatha Christie sobre la que se basa este filme a la tierna edad de 14 años, durante unas vacaciones de playa arruinadas por un súbito huracán. No sé si el contraste de las gélidas tierras que recorría el tren en el que se desarrolla la historia me hicieron ver con filosofía la incansable lluvia de mi lastimero viaje, pero lo cierto es que el libro dejó una clara huella en mí.

La trama de esta adaptación (la cuarta vez que se lleva a la pantalla) parte de la Jerusalén de principios de los años 30. Poirot se erige como un brillante maestro de la deducción frente al Muro de las Lamentaciones, y resuelve con plena pericia (y con un bastón sagazmente colocado para capturar al culpable) un crimen que amenazaba la paz en esa volátil región. Desde el principio identificamos al metódico detective belga (y a su magnífico bigote, que casi merece un crédito aparte) como una mente ágil encerrada en una personalidad compleja, bordeando en lo maniático. Poirot es un tipo que lo mismo te explica un homicidio paso por paso que te enfada al ponerse exquisito con el tamaño dispar de los huevos tibios que acostumbra consumir en el desayuno.

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A manera de descanso, Hércules decide hacer un viajecito a bordo del Expreso de Oriente, el ferrocarril que recorre parajes indeciblemente bellos a lo largo de Eurasia y que aloja en sus vagones a una variedad amplia de curiosos personajes, que van desde miembros de la aristocracia a gángsters de dudosa reputación.

La historia procede a dedicar unas someras viñetas a nuestro elenco. Hay una piadosa misionera (Penelope Cruz) y una princesa rusa en el exilio (Judi Dench). Hay un nervioso profesor alemán (Willem Dafoe) y una viuda cuasi ninfómana (Michelle Pfeiffer). Hay una dulce institutriz (Daisy Ridley) y un elemento criminal con múltiples cuentas pendientes a cuestas (Johnny Depp). Hay hasta un mayordomo (Derek Jacobi) que nos presenta la tentación constante de gritar “¡Él es el asesino!” cada que sale a cuadro, como dictan los cánones del género. El pasaje es variadito, vamos.

Esto no sería una historia de Agatha Christie sin que ocurriese un asesinato súbito y bajo circunstancias misteriosas. Poirot, ni corto ni perezoso, se entrega a la tarea de trabajar durante sus vacaciones y de determinar quiénes son sospechosos y quienes no. Una oportuna avalancha hace que el tren se detenga en un gélido punto del recorrido, lo que puede significar la resolución del misterio, la huida del culpable… o incluso la posibilidad de que haya un nuevo asesinato en tan peculiares circunstancias. Y para complicar las cosas, hay una docena de personas a bordo con motivos y oportunidades claras para haber cometido el homicidio. No está fácil, el asunto.

En un afán lógicamente motivado por no repetir la fórmula de adaptaciones previas, Kenneth Branagh hace uso de otro “crimen de época” (inspirado por el asesinato del hijo del piloto Charles Lindbergh, en la vida real) como elemento narrativo que complementa el asesinato que ocupa al célebre detective. La percepción que la audiencia puede hacer sobre el caso descansa muchas veces sobre lo que Poirot mismo nos dice sobre sus sospechosos, quienes no tienen un desarrollo de personaje propiamente dicho como para facilitarnos las pesquisas en torno al asesinato. Este uso de arquetipos era un recurso habitual en las novelas de Christie, y cambiar su tónica hubiera sido un poco como traicionar a la era misma en que se desarrolla nuestra historia.

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‘Asesinato en el Expreso de Oriente’ es, antes que nada, una especie de homenaje al prácticamente desaparecido “murder mystery”, una sofisticada forma de ficción en la que el crimen no se caracterizaba por sus aspectos más burdos y explícitos, sino por la complejidad de los móviles detrás de los hechos. El actor y director hizo bien en no caer en la tentación de hacer una versión más “oscura” de esta exitosa obra, pese a que parece ser una práctica obligada en el Hollywood actual.

Y es que la opulencia, la grandiosidad y la riqueza visual de esta película no se hubieran manifestado de igual manera en otras manos. La metáfora de un tren en movimiento como ejemplo de la lucha de clases es un lugar común en el cine, pero en esta historia parece un personaje más: ¿merece tanta atención la víctima, basándonos en la clase de persona que fue en vida? ¿Pesan igual las sospechas sobre los ricos que sobre quienes les sirven? ¿Hay un doble estándar de justicia cuando la democrática nieve frena el progreso de la máquina? Estos son elementos que aderezan levemente el misterio, pero que no son explorados tan a fondo como podríamos esperar.

La adaptación fílmica de esta historia realizada en 1974 es un auténtico desfile de actores legendarios: Lauren Bacall, Ingrid Berman, Sean Connery, Vanessa Redgrave y Albert Finney como Poirot, dirigidos por Sidney Lummet. Esta nueva versión apostó por actores de primer orden, lo que eleva automáticamente la calidad de este producto. Mi familiaridad con la historia me impide decidir si la “gran revelación” del final es tan efectiva como podría esperarse, pero en el fondo esto no importa gran cosa. Cuando uno escucha el título de ‘Asesinato en el Expreso de Oriente’ puede esperar mucho, aunque en el fondo el filme es como cualquier viaje en tren: lo importante nunca es realmente el destino, sino el recorrido. Y este trayecto bien vale la pena.

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