¡Ya están aquí las letras de Don Rambaro!, y nos cuenta del tiempo en que le pedía a su abuela 50 centavos para rentar una bici con un señor a quien apodaban “Don Raley”, quien, por cierto, tenía una historia que pocos conocían… ¡Qué hermosos tiempos Sr. Don Simón!
El pedal de Oro
La verdad es que por más que quiero acordarme de su nombre, no me acuerdo como se llamaba, pero en el rancho todos le decíamos “Don Raley”, y es que en su bicicletería tenía puras bicicletas inglesas que llevaban un escudo metálico al frente con una gran “R” y encima de la “R”, la cabeza de… no recuerdo si era una garza o un pelícano.
Don Raley había estado muchos años en estados unidos, nos decía que había ido a la guerra, pero al terminar prefirió regresarse al rancho, y era precisamente de ahí, de Estados Unidos de donde se traía (o le traían) las bicicletas para su negocio, que por cierto tenía el nombre de “El Pedal de Oro”, pero nadie le decíamos así, todos le decíamos “La bicicletería de Don Raley”
Nos cobraba cincuenta centavos por una hora, y dos pesos por toda la tarde hasta las seis o siete que cerraba, si alguno llegaba tarde, tenía que pagar la diferencia, y el que no traía barrer el changarro o limpiar las bicis.
-Abuela, ¿me prestas cincuenta centavos para rentar una bici? -dije muy animado a la abuela-
-¿Y para cuando me lo devuelves? –me dijo esbozando una sonrisa-
-El sábado le voy a ayudar a mis tíos a llevar agua a los animales del agostadero y me van a dar dos pesos.
–A jijo, ¿y por qué tanto dinero? –me contestó-
¿Se te hace mucho? –pregunté temeroso-
-Nombre, al contrario, le voy a decir a este par que no sean agarrados y te den otro peso.
¡Guau!, ¿otro peso?, no sé qué se sienta ganarse la lotería, pero seguro algo como lo que sentí, nomás que un millón de veces más fuerte, ya me veía comprando el lunes en la escuela lo que se me antojara.
-Ten– me dijo la abuela despertándome de mi sueño-
-¿Y esto?, ¿Qué es abuela? –pregunté desconcertado con una pieza de barro negra en mis manos-
-¡Pos cómo que qué es?, ¿a poco nunca has visto una alcancía de cochino? –me dijo- lo compré el otro día en el mercado y te lo iba a dar en tu cumpleaños, mejor te lo doy ahorita de una vez.
-Pos si, pero…yo, ¿para que la quiero? –cuestioné
-¡Para que son las alcancías? –preguntó la abuela viéndome fijamente-
-Pos, pos, para ahorrar ¿Qué no? –contesté esperando lo peor-
-Exactamente eso es lo que va a hacer con su peso extra, ahorrarlo.
-¿Y luego que voy a gastar abuela? –dije viendo mis sueños esfumarse como vapor de cafetera en la estufa-
-Hasta ahorita no había necesitado ese peso ¿verdad? –me cuestionó-
-Pos… no abuela –dije-
-Ándele, pos igualito le va a hacer, haga de cuenta que sigue sin necesitarlo, olvídelo, pero guárdelo, y cuando lo llene verá en lo que lo usa, que seguro será mejor que tirarlo.
Después de esto, la abuela sacó los cincuenta centavos y me los dio, yo los tomé como autómata y tome el cochino de barro negro con los ojos de canica y me lo llevé a mi cuarto, lo puse encima del buró, lo acomodé…desgraciado cochino, por un momento hasta pensé que se estaba riendo de mí.
La vida es como la bicicleta, para no caerse, no hay que dejar de pedalear.
Ya en la tardecita fuimos el Pingüica, el Chanate, el Memo, Lencho, la Taza y yo a rentar las bicicletas para darnos la vuelta.
-¡Buenas Don Raley! –gritamos casi al unísono los seis-
-Buenos muchachos –contestó tan amable como siempre- ¿se van a dar una vuelta?
-Nomás una hora Don Raley –dijo el Chanate-
– ¿seis bicicletas? –preguntó-
-Si Don Raley, por favor, una para cada uno.
-Bueno, nomás denme oportunidad de desponchar una llanta de una bicicleta y se las entrego –nos dijo-
Todos se fueron a sentar en las bancas de madera que estaban afuera de la bicicletería, pero yo no, siempre he sido muy curioso, así que me quedé ahí dentro de fisgón.
Dije apuntando a un rótulo de letras azules pintado a mano que semejaba un pergamino y que estaba en una pared lateral de la bicicletería, y que decía:
“Si quieres llegar lejos… Nunca dejes de pedalear”
-Oiga Don Raley –dije- ¿por qué todas sus bicicletas son iguales?
-¿Cómo que iguales? –me preguntó
-Si, todas inglesas, de la misma marca, con los asientos de vaqueta, así iguales.
-¿Crees que todas son iguales?-
-Pos así las veo-
-¿Y si yo te dijera que las reconozco hasta por sus rechinidos? –me dijo sonriendo-
-¿A poco Don Raley?-
-Como si fueran las voces de mis hijos – me dijo mientras pegaba el parche a la cámara que reparaba-
Lo que me reveló después Don Raley, sobre su amor a las bicicletas me hizo ver las cosas de otra manera, que es lo que generalmente sucede cuando conoce uno la historia que hay detrás de cada persona.
Don Raley de muy joven, se había ido de mojado a los Estados Unidos, en ese país, después de mucho batallar, y de varios años, conoció a un joven quien finalmente lo ayudó, el amigo era de padres mexicanos, y después de un tiempo lo presentó a su familia; gracias a su carácter y lo acomedido, la familia lo adoptó como si fuera uno más de ellos, a tal grado, que unas semanas después ya estaba viviendo en el desván que habían adaptado para él.
-Pero a veces trae uno el santo de cabeza –dijo Don Raley- y así andaba yo, o así andaba Juanito, ve tú a saber quién de los dos.
Un domingo por la mañana, cuando estaba la familia reunida, tocaron a la puerta, la madre fue a abrir, al regresar la vieron a la mujer llorando, con el llanto ahogado, blanca como un papel, y en su mano una especie de carta que estaba arrugando por apretar la mano, su esposo rápidamente se levantó y la ayudó a sentarse, entonces él tomó la carta, la leyó y se desplomó en el sillón.
-¿Qué pasó Don Raley?… ¿Qué decía esa carta para ponerlos así? –pregunté-
-Había llegado una carta donde avisaban que Juanito, el hijo menor tenía que ir a la guerra –dijo mientras veía fijamente los rayos de la bicicleta que estaba reparando.
Esa noche, el joven invitado de la familia, tomó una decisión, entró sigilosamente al cuarto del recién reclutado, tomó su identificación, luego, fue a la sala y tomó la carta del ejército, y dejó en su lugar una carta que el mismo había escrito, luego tomó su saco donde llevaba la ropa y se marchó cerrando la puerta con mucho cuidado.
-No podía permitir que esa mujer se quedara sin su hijo –dijo Don Raley- fueron tan buenos conmigo, eran como mi familia.
-Entonces… ¿usted tomó el lugar del muchacho y se fue a la guerra? –pregunté tragando saliva-
-Para los gringos los morenos éramos todos iguales, o a lo mejor si se dieron cuenta y no me dijeron nada, total, necesitaban soldados.-
En esa carta que había dejado, Don Raley explicaba sus motivos a la familia, al mismo tiempo que pedía perdón por haber tomado los papeles y la identidad del joven.
-Nunca supe más de ellos –dijo suspirando- ojalá que no me lo hayan tomado a mal.
Estando en la guerra, no sé en qué parte del otro lado del mundo, conoció a una bella mujer, “fue amor a primera vista”, la vio pasar una tarde cerca de un granero donde los soldados estaban guardando unas provisiones, ella lo miró y le sonrió.
-La seguí hasta su casa, le di un cigarro a un muchacho para que me prestara la bicicleta –dijo visiblemente emocionado- cuando ella llegó a su casa, se detuvo en la puerta, luego sacó un pañuelo y lo tiró al suelo, en ese momento supe que lo tenía que levantar.
El “joven” Don Raley tocó tímidamente la puerta de la casa de la joven, y afortunadamente Salió ella… y así los tres días siguientes, hasta que el batallón tuvo que trasladarse a otro sitio, esa tarde nuestro amigo fue con quien le prestaba la bicicleta para escaparse e ir a despedirse, lamentablemente fue encontrado por uno de sus superiores y fue reprendido, nunca volvió a saber de ella.
La guerra terminó, y Don Raley regresó afortunadamente con vida a los Estados Unidos, pero eso sí, con dos amores en su corazón, el de aquella muchacha, y el de la bicicleta inglesa Raleigh, y a ambas les fue fiel hasta el resto de su vida.
-¡Listo! –dijo emocionado- ya se pueden ir a pasear –dijo Don Raley-
-¡Vámonos muchachos! –les grité a mis compañeros-
Le pagamos a Don Raley y salimos rumbo a los arenales montados en nuestras bicicletas, bueno, eran nuestras durante una hora completita.
Una bicicleta para irme al cielo.
Ese viaje en bicicleta fue muy diferente a todos los anteriores, y creo que mi amigo el dueño de la bicicletería “El Pedal de Oro” tenía razón, creo que hasta parecía que la bici hablaba, como que tenía vida, como que iba contenta al pasearme.
Años después, se puso una bicicletería nueva, de esas bicis que tenían llanta chica a delante, manubrios doblados, colores brillantes y accesorios colgados.
No sé si fue por su terquedad, por fidelidad, o que se yo, pero Don Raley se negó a cambiar sus bicis por estas nuevas, y ese fue el final de su negocio, poco a poco se fue quedando sin bicis, hasta quedarse solo con tres al final, la de él y las dos que rentaba, una de las bicicletas ya con el asiento remendado y hasta con trapos en el asiento, me daba mucha lástima verlo así.
Un día la bicicletería no abrió, y al otro tampoco, platicaba Baldo el de la carnicería que la última vez que lo habían visto había sido el domingo por la tarde que abrió la bicicletería (que también era su casa), sacó su querida bicicleta, volvió a cerrar la puerta y luego lo vieron partir con rumbo desconocido.
Unos decían que lo habían visto por el rumbo de la carretera a saltillo, y otros afirmaban que iba para el lado contrario, pero el que se voló la barda, fue Lazarito el limosnero.
-Les juro por mi madrecita santa que fue al atardecer, iba muy contento, chiflando, luego me saludó y siguió chiflando y pedaleando
-¿Y para dónde iba? –le preguntaron-
-Iba por la carretera, y se fue derechito –decía Lazarito- derechito al sol, hasta que ya no se vio, yo digo que el sol se lo comió.
Tiempo después, llené mi cochinito, y por fin lo rompí, al contar el dinero y sin darme cuenta junté setecientos pesos, con eso le compré a la abuela un rebozo negro con flores de colores muy bonitos, y con lo demás me compré una bicicleta… y con ella iba a visitar a mi primer novia, a la hermosa Chelita, pero esa es otra historia.
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