El día que regresaron los muertos… Solo para festejarse

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Y dale y dale con el metate

  • Vete rápido a la tienda de Don Jesús que ya se me terminó el azúcar y no me había dado cuenta –me dijo la Abuela Licha-
  • ¿Cuánto te traigo abuela? 
  • Nada más medio kilo, porque el lunes voy al mercado a comprar, que está más barata y más morena.

En aquellas épocas el azúcar era morena y muy morena, la blancura del azúcar como la de ahora no era muy conocida, lo dulce era moreno, como el azúcar, como el piloncillo.

  • Buenas Don Jesús, ¿tiene azúcar? –pregunté-
  • No chamaco, yo estoy muy sano, pero el que si ha de tener azúcar “el macetón” ¿verdá macetón? –dijo Don Jesús volteando a ver al ayudante de la tienda al que le llamaban así.
  • Ya Jesús déjate de cosas que estás confundiendo al chamaco –dijo Doña Concha-, a ver mijo, ¿Qué vas a llevar?
  • Pos azúcar
  • ¿Cuánto?
  • Medio kilo nomás Doña Concha

Fue Doña Concha y sacó un gran cucharón de metal y lo sumió al costal del azúcar, luego fue a al mostrador, tomó una bolsa de papel canela y la puso encima de la balanza, luego tomó una pesa que se parecía como a los peones del ajedrez, nomás que color cobre y lo puso en uno de los platos de la balanza, en el otro plato (el que tenía la bolsa), comenzó a vaciar lo que llevaba en el cucharón.

En medio de la balanza había como una especie de cabezas de caballitos, que cuando se emparejaban significaba que era exacto la medida y lo pesado, bueno eso creímos siempre.

  • Listo – dijo Doña Concha- y ten tu pilón

Entonces, con pequeño cucurucho de papel, tomó algo de azúcar y lo metió en la bolsa que había pesado, pagué y me dieron el cambio, parte de él eran dos chicles motita, porque “no tenía cambio”.

Camino a la casa, antes de llegar a la plazuelita, comencé a escuchar una voz, lánguida, desgarradora, triste  como el sonido de esa guitarra desafinada.

Me acerqué siguiendo el sonido que me iba envolviendo, y que conforme llegaba al origen hacía que la piel se me erizara y se me dificultara respirar, como aquella vez que nos perdimos en medio del monte y comenzaba a anochecer.

La voz venía del otro lado del gran y viejo eucalipto, lo rodeé, le di vuelta lentamente, hasta que pude verlo, pero él a mi no. 

♪♫ Por una mujer ladina, perdí la tranquilidad, ella me clavó una espina,

que no me puedo arrancar, como no tenía “concencia” y era una mala mujer,

se piró con su querencia, para nunca jamás volver ♪♫

Al terminar, levantó su viejo sombrero de paja y extendió el brazo:0

  • Niño, ¿me das una moneda por favor?, no he comido
  • Señor… ¿me pude ver?
  • Con los ojos no, pero te siento, sé que estás solo y no hay nadie a tu alrededor, algo traes en las manos, pero no sé qué es… q ver pérame, huele a, no sé, quizá, sí, eso es, azúcar, llevas azúcar, ¿verdad?
  • Sí, eso es lo que llevo, pero usted como supo si…
  • ¿Azúcar, quien te la pidió?
  • Mi abuela, ella me la pidió
  • Ah, las abuelas, si tu abuela es tan dulce como el azúcar que llevas, seguro que para este fresco hará chocolate, no, eso es para eso, para este fresco… ¡atole!, un rico y delicioso atole… ¡ay!, hace tanto que no tomo uno.

No contesté nada, salí corriendo, porque volar no podía, los árboles pasaban a mi lado como si fueran ellos lo que corrieran a la dirección contraria a la que yo iba.

Del color de la veladora.

  • ¡Abuela, abuela! –grité desaforadamente al entrar a la casa-
  • ¿Pos que traes? ¿Qué pasó? ¿Qué te hicieron? –gritó la abuela dejando la cocina y yendo a mi 
  • Abuela, abuela, un ciego que cantaba y traía una guitarra, abuela… ¡El ciego, el ciego adivinó lo del atole!
  • ¿Cuál ciego, cual atole?, ¿pos que traes?, ¿qué te pasó mijo?
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Después de un traguito de licor de membrillo y un pedazo de pan blanco, ya estaba más tranquilo, pero ya ni supe que explicarle a la abuela, quizá todo había sido un sueño, pero ¿despierto y con los ojos abiertos?, no sé, a lo mejor.

Toda la tarde la pasé en silencio ayudando a la abuela y a las tías a poner el altar de muertos, aunque la abuela prefería no llamarle así, elle le llamaba altar de ofrendas.

El de nosotros llevaba tres niveles, “Arriba el cielo, en medio nosotros, y abajo el inframundo” decía la abuela.

Papeles picados, el espejo, el camino de pétalos de flores, calaveras de azúcar, la vasija con agua, flores de adorno, semillas frutas y cañas

A la abuela le gustaba poner las fotos de los difuntos hasta al día siguiente, cuando estuviera la comida lista y por supuesto acompañada del tequila, cigarros y su sotol.

 “¿Cómo carajos tenemos invitados si no hay nada que ofrecerles?… ¡y menos a estos invitados!, ¿Qué no?… “Esa clase de invitaciones no le gustan a nadie, ni a los vivos y menos a los muertos, con tanta hambre y sed que han de traer”…decía la abuela, y si, tenía razón, a nadie le gusta, a nadie nos gusta.

Ya era tarde, estaba cansado, necesitaba dormir, había sido mucho para una sola tarde.

¿Quieres un atolito tío abuelo?

Al día siguiente apenas me levanté, almorcé y me fui por el pan de muertos que salía temprano, a la abuela le gustaba del día y así es como se hacía, pero esta vez le saqué la vuelta a la plazuela, digo, no fuera a ser que me encontrara con…no, mejor mi lo digo, que no quiero ni pensarlo.

Llegué a “Los Lupes”, así se llamaba la panadería con el pan más delicioso que he probado en toda mi vida.

  • ¿Ya salió el pan Doña Lupe? 
  • ¿Cuál mijo, el francés o el de dulce?
  • No, el de muertos, me dijo la abuela que Don Lupe le dijo que a las nueve.
  • Ándale, pasa a los cocedores, que ya no ha de tardar, si no es que está saliendo, allá está mi viejo.

Llegué a donde los cocedores de pan, hechos de ladrillo y adobe, los olores eran celestiales, no sé si así huela el cielo, pero debería oler a pan recién hecho.

  • Don Lupe, buenos días, ¿ya salió el pan de muertos?
  • Quiubo  tú, que milagro, si, allá está en aquella mesa, está reposando, pero ya puedes tomar de los que están pegados a la puerta.
  • Gracias Don Lupe –le dije mientras abría la servilleta de tela que llevaba en la bolsa para poner el pan-

Ya con el pan en la mano, mejor dicho, en la bolsa, me fui al viejo mostrador de madera a pagarle a Doña Lupe, entonces a mis espaldas escuché una voz.

  • Quiubo, ¿ya está listo el atole?

Patas para que las quiero, aventé el dinero en el mostrador y salí listo para romper el record de velocidad de lo que me pusieran en frente.

Llegué a la casa y ya ni dije nada, dejé el pan en la mesa y le dije a la abuela que me iba a acostar, que me dolía la panza.

  • Ay muchacho, con razón no me trajiste el cambio…algo has de haber comido en la calle ¿verdad? –me dijo la Abuela-

Me dejé caer en la cama y me quedé dormido no sé cuánto tiempo.

Para que es más que la verdad, ya más tarde me despertó el hambre y me fui directo a la cocina, como la abuela y las tías estaban ocupadas terminando el altar, y yo tenía hambre, ahora sí que me despaché con la cuchara grande.

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Al terminar, fui a la sala para ver cómo estaba quedando, la abuela me dijo:

  • Mira, ¿ya viste que chulo está quedando? 
  • ¡Quedó muy bonito abuela!, ¿ahora a quien pusiste en….? –y me quedé mudo-

Ahí estaba su foto, en blanco y negro, el mismo sombrero, la misma risa y con los ojos entrecerrados.

  • Abuela… ¿Quién es el señor de la foto que tiene la guitarra?
  • Ah, pues es el tío Tomás, el hermano mayor de mi papá
  • ¿Y por qué nunca lo habías puesto?
  • Pos hace apenas unos días en una de las cajas de fotos encontré la suya… qué raro, juraría que siempre había estado ahí, pero ya no la encontraba… hasta hoy
  • Y… ¿tocaba la guitarra?
  • Uy, todo el día, soñaba con ser famoso y le gustaba escribir canciones, le escribía a todo, al amor, al desamor, al campo, a la vida y a las mujeres, pero el pobre nunca pudo ver la luz del sol.
  • ¿Nació ciego?
  • Pues nomás de los ojos, porque el tío Tomás veía con los ojos del alma, nada se le escapaba, bueno, nomás una vez se le fue el amor de su vida, ya se andaban casando, pero esa sí que no la vio venir, ella se fue con su mejor amigo.
  • Por una mujer ladina… -dije en voz baja-
  • ¿y tú como sabes?
  • ¿Qué sé de qué abuela?
  • Qué esa canción le gustaba al tío Tomás
  • Yo… ¿esa le gustaba?
  • Nomás desde que se le fue aquella mujer
  • ¿y el atole?
  • Ya mero sale, nomás que termine de hervir
  • No abuela, que si le gustaba el atole
  • Uy, y más el de guayaba, como el de hoy, era su favorito, le gustaba ponerle un chorrito de sotol y… Óyeme, ¿tú como supiste eso?
  • No, yo no supe, nomás preguntaba, como a ti es el que más te gusta, y a mí también, pos yo pensé.

La abuela se me quedó mirando y yo me hice el occiso, así como que veía el altar, la foto del tío Tomás y las ofrendas.

Cuando comenzaron a poner la comida, me acerqué a la abuela y le dije:

  • Abuela… ¿me dejas ponerle un jarrito de atole de guayaba al tío Tomás?
  • Bueno, pero con cuidado, que está muy caliente, no te vayas a quemar
  • No abuela, no me quemo.

Fui a la cocina y busqué el jarrito que más me gustaba a mí, uno que la abuela me había comprado en San Juan de Los Lagos, le serví el atole con cuidado y lo llevé.

Lo pasé cerca de la foto del tío Tomás y luego lo coloqué con mucho cuidado en el altar, lo más cerca de él, luego lo vi de nuevo para… no sé, quizá para avisarle que si lo había escuchado en su antojo.

En ese momento, sentí en el hombro la cálida mano de mi abuela que al tiempo me decía:

  • ¿Ya lo viste?, está feliz con su jarrito de atole de guayaba
  • ¿Verdad que si abuela?
  • Si… ¿quieres ponerle de esto? –me dijo enseñándome un caballito de sotol-
  • Sí abuela, ¡como a él le gustaba!

Tomé el caballito y con cuidado le puse un chorrito al atole, el resto lo dejé en el altar, y se los juro que casi vi cómo levemente sonreía y me guiñaba un ojo.

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