Un recuerdo doloroso

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Hace 20 años recibí en mi consulta a las 11.30 de la mañana una chica de 32 años, con una sonrisa dibujada en el rostro de amabilidad aunque era la primera vez que la veía, era muy delgada, sus ojos estaban rodeados de un marco profundo, discretamente oscuro, sus pestañas disimulaban una expresión desgastada y sin embargo lo que prevalecía era su jovialidad. Su pelo era negro, corto hasta medio cuello, discretamente quebrado, hablaba con gracia y se refería a la consulta como un momento de locura y aprensión de su padre por su salud.

El padre se presentó, tenía unos 55 años de edad, sin una cana, muy formal y sin hacer eco a los comentarios de su hija que desacreditaba su preocupación y lo achacaba al sin sentido, a raíz de las acusaciones de algunos amigos y familiares que se alarmaban por el exceso de ejercicio y la falta de comida, y que, según su hija no tenían razón de ser porque ella se sentía muy bien.

Se veía completamente sana, pero llamaba mi atención esas oquedades alrededor de los ojos, sin embargo su gracia y espontaneidad me distrajo sobre el punto y no fue hasta el momento del interrogatorio que descubrí  detalles alarmantes sobre sus hábitos.

Ella era muy deportista, puedo decir que de mediano rendimiento, jornadas de 3 y hasta 4 horas diarias, acompañadas de una miserable alimentación que ella misma había diseñado, con ensaladas, un poco de fruta, un poco de proteínas sin cereales y al parecer con una pequeña cantidad de agua que estaba seguro no llenaba los requerimientos para alguien tan activo y tan constante. Me seguía llamando la atención su vitalidad y su energía, NO CORRESPONDÍA A LA CIRCUNSTANCIA DESCRITA POR ELLA, lo peor fue en la sala de exploración, a la que pidió entrar sola sin la presencia de su padre.

Le pedí se pusiera la bata y curiosamente aunque en efecto era delgada, conservaba suficiente masa muscular para no verse mal, su abdomen plano con los rectos abdominales marcados, un pequeño busto que había disminuido de tamaño a su juicio después de las jornadas de ejercicio iniciadas hacía ya 4 años y un par de poderosos muslos que dejaban ver el esfuerzo del ejercicio ejecutado con constancia y persistencia.

Tomé sus signos vitales, cuando registré la frecuencia cardiaca era de 55 por minuto, su presión arterial de 80/40, revisada en las dos extremidades y en diferentes posiciones siempre era una cifra de choque sin clínicamente manifestarlo, en ese momento su padre comentó “disculpe que me meta doctor pero estamos aquí porque mi hija ha perdido el conocimiento por periodos cortos en 3 ocasiones y estoy muy alarmado por esta situación”.

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Estaba desconcertado y confundido por la falta de manifestaciones clínicas, entonces decidí ingresarla al hospital para evaluar su condición de manera general, hacer pruebas adicionales de laboratorio y gabinete.

El electrocardiograma fue reportado con bradicardia sinusal, ecocardiograma con gasto normal en el límite inferior, perfil químico completo normal, perfil tiroideo pendiente de reportarse (después resultado reportado fue normal) perfil hormonal femenino normal, bh normal, ego normal.

En el transcurso de las siguientes horas estuvo oligúrica y conservando los mismos signos con temperatura normal y frecuencia respiratoria de 16 respiraciones por minuto, sin embargo descubrimos que su saturación era de 86%, por lo que decidí añadir puntas con lo que corregía a 95-97%, a pesar de lo cual convulsionó en dos ocasiones.

En el lapso de las siguientes ocho horas los acontecimientos fueron alarmantes, comenzó con extrasístoles cada vez más frecuentes, al inició esporádicas y después más frecuentes, la bajamos a la terapia intermedia con monitor, que corroboró empeoramiento de la bradicardia con la presión de choque que hasta entonces no corregía con la administración de volumen y aminas, aunque clínicamente estaba consciente y con una TAC que no daba evidencias de daño.

No respondía a los medicamentos intravenosos para incrementar la frecuencia cardiaca, la presión una vez hidratada y con electrolitos normales seguía baja; el cardiólogo decidió colocar un marcapaso y pasarla a la terapia intensiva.

Su padre y yo siempre en contacto analizando la evolución y manteniéndolo informado, no dejaba de repetir su temor por la vida de su hija, se recriminaba el no haberla traído antes, yo trataba de tranquilizarlo mostrando la prontitud con la que se estaba actuando y los apoyos tecnológicos y humanos que teníamos disponibles.

Me fui tarde ese día 3 de la mañana, porque la saturación seguía disminuyendo a pesar de que en los rx de tórax y gamagrama pulmonar no existían evidencias que pudieran explicar el origen de la falla respiratoria y de la gasometría con acidosis compensada.

Los intensivistas hacían sugerencias, los internistas nos cuestionábamos los riesgos, el padre mostraba un azoro descomunal a la sucesión de cada evento y yo, comencé a darme cuenta que no teníamos ningún control aún de la situación que no sabíamos que estaba pasando y que nada parecía ir bien.

Logramos finalmente controlar la presión con soluciones, aminas y la frecuencia con el marcapaso instalado y todo a las 7 am del día siguiente parecía ir finalmente por buen cause, cuando de pronto comenzó a bajar la oxigenación a cifras menores de 80% a pesar de la mascarilla reservorio ante el espanto de todos. Hablé con ella y le explique lo complejo de la situación, seguía repitiendo estoy bien no me siento mal, esperen un poco más, sin embargo la aparición de polipnea, la baja saturación de oxígeno en gasometría la acidosis mixta y el broncoespamso que surgió, se decidió la intubación, bajo la triste promesa que le hice de que todo saldría bien, que confiaba en el equipo y que despertaría después en mejores condiciones.

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Nada más equivocado, esta joven nunca mejoró, mostró evidencias clínicas de tromboembolia, que no se corroboraron en estudios de gabinete (imagen y ecocardiograma), cayó en insuficiencia cardiaca, requirió parámetros cada vez más complicados de ajuste en el ventilador, bajó su presión arterial, bajó saturación a pesar de todos los esfuerzos, regresaron las arritmias  y tuvo dos eventos de paro cardiaco, por fibrilación ventricular, cuando reevaluamos su condición después de las maniobras de resucitación una que duró 10 minutos y otra que duró 16 minutos, su condición general era de suma gravedad, con evidencias de daño cerebral y una gran inestabilidad hemodinámica.

Sin poder evitarlo las complicaciones se sumaron, todas agudas en las próximas horas, el equipo multidisciplinario que habíamos conformado se sentía impotente ante las circunstancias, mi promesa de despertarla me agolpaba en el pecho y la tristeza en la cara de su padre quebrantaba mi estabilidad.

Comentaban unos y otros después de su muerte sobre las causas, mi percepción es que habíamos fallado, y más que yo le había fallado a esa señorita la promesa de despertarla en presencia de su padre para que platicara del evento como un mal viaje, que se convirtió en un  eterno viaje hacia el sitio donde algún día todos iremos y que a mi juicio ella no debería de haber iniciado aun.

Alguien dijo fue la falta de oligoelementos, la desnutrición crónica, microembolias múltiples, lesión del miocardio con el marcapaso, etc, etc…, no hubo autopsia, nada se supo ni se sabrá, solo que me tocó enfrentar uno de los peores momentos de mi  vida al ver la partida de una joven que debería estar tal vez hoy, acompañándonos en este recorrido impredecible del ejercicio de la medicina.

No, no, los médicos no nos acostumbramos a la muerte, no nos acostumbramos a la fatalidad, no nos deshumanizamos a fuerza de la desgracia de nuestros pacientes y no nos volvemos de piedra a pesar de todo lo duro que queramos parecer ante los demás, hay circunstancias y recuerdos que marcan nuestras vidas  y que nunca olvidaremos y que padecemos en el afán de cuidar y curar a nuestros pacientes.

Dr. Alejandro Cárdenas Cejudo

Médico Internista.

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