Una Abuela que se quedaba esperando a los reyes Magos

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Escondida por los recuerdos.

A veces la abuela se hacía la dura, pero su corazón era como el de una niña, le encantaban los chuchulucos y andar viendo juguetes en las ferias.

—¿Qué estás viendo abuela? –le pregunté a la abuela aquella tarde que veníamos de regreso de la casa de Doña Domitila.

— “Nunca tuve una de esas…siempre quise una muñeca con trenzas” –decía mientras veía a esa hermosa muñeca de trapo que la había hecho pararse en seco en un puesto de los artesanos que recién habían llegado al rancho.

—¿Por qué te gustan tanto abuela?

— Pos mira nomás que ojotes tan grandotes y tan chulos tiene, mira nomás que bonitos colores de listones en esas trenzas negras.

—¿Nunca te compraron una abuela?

— Nunca había dinero para estas cosas, y si había, mi mamá decía que pa qué, que mejor había que comprar cosas que hicieran falta para su trabajo o pa la casa.

—¿Y por qué no te la compras ahorita abuela?

—¿Sabes?, lo que siempre quise fue que el niño Dios o los Santos reyes me la trajeran, levantarme un día y verla a un lado de mi cama, que me estuviera viendo con esos ojos, así mero… se hubiera llamado Renata –dijo con voz temblorosa.

—¿Renata? Qué chulo nombre… Abuela, cuando sea grande, te voy a comprar una, ya verás.

— Ay mi niño, a la vejez viruela, bonita me iba yo a ver orita con una muñeca.

— Tú siempre te vas a ver bonita abuela, siempre porque eres la abuela más chula de todas las abuelas –le dije mientras la abrazaba y sentía como su alma abrazaba a la mía.

Esas últimas horas del año viejo eran memorables, desde un día antes comenzaban la abuela Licha y las tías a comprar las cosas en el mercado para la cena de la noche vieja, la mera mañana del treinta y uno, se levantaban muy temprano con el nixtamal para llevarlo al molino, otro se reservaba para el pozole.

— Ándele mijo, ¿quieres ir al molino o ya no quieres ir? –me despertó dulcemente la abuela aquella madrugada.

— Este…si abuela, si quiero ir –dije estirándome para luego sentarme en la cama.

La verdad de las cosas, es que aquella emoción que traía la tarde anterior y que le había dicho a la abuela que quería acompañarla al molino para moler el nixtamal, ya no eran las mismas a esas horas de la madrugada.

— Ay mamá, todavía está muy oscuro – dijo la tía Tere que ya estaba en la cocina cuando llegué.

— Pos por eso mero, quiero ser si no la primera, de las primeritas en el molino, vaya uno a saber que cochinadas llevan los demás a moler.

Desde la madrugada del último día del año, las mujeres de esa casa (y de otras tantas) no paraban preparando los manjares que estarían en nuestra mesa, porque la noche vieja llegaría una especie de ejército a devorar cuanta cosa estuviera en la mesa.

—¿Pa que hace tanta cosa amá? –refunfuño jadeante la tía Tere mientras llevaba dos cubetas con nixtamal.

— Ay Teresa, como te quejas, tú camina y ya.

—¿Pos qué como que pa qué? –cuestionó la abuela- pos que no ves que vienen los primos, tus tíos, tus hermanos, sus esposas, tus sobrinos…

— Pos eso es lo malo, que saben qué hace mucho y por eso vienen, ya nomás falta que venga el presidente municipal –contestó la tía quejándose de nuevo.

— Ahora que lo dices… -dijo la abuela.

— Ay mamá, no me asuste, ¿a poco va a venir a la casa a cenar el presidente municipal? –exclamó la tía Inés mientras dejaba las cubetas en un tronco que estaba afuera del molino que servía de asiento a las personas.

— No, precisamente él no –respondió la abuela.

—¿Entonces? –pregunté.

— Pues Rudecindo, el jardinero de la plaza que está frente a la presidencia.

—¡Mamá!, ¿y ese tipo que tiene que estar haciendo en nuestra cena de fin de año?

— Pos pobre, fíjate que cuando fui a pagar el adeudo de lo del terreno, lo saludé y le pregunté por su esposa, y me dijo que estaba muy triste, porque su hijo, el Tomasín, el que se fue pal otro lado, este año no vendría porque le había ido mal, y pos se iban a pasar solos estas fechas, así que…

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—¿Lo invitó ama? ¡No me diga que lo invitó? –puso el grito en el cielo la tía Tere.

—¡Pos claro que lo invité! –contestó fuerte la abuela- pos no es de cristianos ver a otra gente sufrir y no hacer nada, y además ultimadamente es mi casa y yo invito a quien quiera, ¿qué no? –dijo la abuela ya molesta.

Así que mejor ya ni dijimos nada, mejor nos quedamos calladitos, porque la abuela cuando se enoja, se enoja de a de veras y capas que hasta sin cena nos andábamos quedando todos.

¡Adiós pinchi viejillo!

La casa estaba a reventar, ya era noche y ya olía a pozole, buñuelos, atole de guayaba y delicioso ponche, mientras las mujeres estaban en la cocina, los hombres se divertían en grupos jugando cartas, platicando fumando y tomando, nosotros, los chamacos jugando en el corral esperando la hora de romper la piñata y probar el delicioso pozole, pero mientras el momento llegaba, íbamos por buñuelos y atole, nomás como tentempié.

La piñata se rompía a trancazos con el palo y con suerte ninguna cabezota de algún chamaco terminaba lesionada, nos daban el bolo y de rato nos hablaban a la cocina para el pozole, calientito, picosito, de ese que es bueno pa las tripas cuando el frío no se quita con nada.

Mi papá acostumbraba a echarse sus tequilitas y ya cenar hasta en la madrugada, después de la llegada del año nuevo, después de los balazos, porque esa era su noche larga en todo el año, era hasta amanecer y cuando digo hasta amanecer, es porque mi papá “cenaba” a las 4 o 5 de la mañana y esperaba a que salieran los tamales a eso de las 6 de la mañana, “me gustan recién saliditos” decía.

Y es que las mujeres no tenían descanso, porque después de la cena, comenzaban todas juntas a embarrar de masa las hojas para tamal, los de rojo, los verdes, de rajas, de frijoles para los niños, los de dulce y por último “los borrachitos”, esos me encantaban, eran los tamales que se hacían con el sobrante de masa, carne y chile rojo, todo se mezclaba y hacían unos cuantos tamales de eso, cuando salían se guardaban para comerse otro día, porque eran más bien como “acompañamiento”.

Esos tamales borrachitos, días después los sacaban del refrigerador, los sacaban de la hoja, los partían en tiras y los calentaban en una cacerola, ya doraditos, eran la compañía perfecta de unos huevos estrellado con frijoles refritos, nomás cierro los ojos, me acuerdo y se me hace agua la boca.

Cuando llegaba a su fin la noche vieja, se escuchaba el pitido de la fábrica del rancho, fuerte, así, todos sabíamos que eran las doce de la noche en punto, la iglesia comenzaba a tocar las campanas, y todo el pueblo se volvía un universo de ruidos para alejar al año viejo, unos  tiraban cuetes, los niños prendían palomitas y los adultos tiraban balazos al cielo, como si esto hiciera que todo lo malo que les había sucedido se fuera con el año que se iba, como si quisieran espantar al año viejo.

—¡Adiós pinchi viejillo! –gritaba cada año sin falta el tío José mientras hacía tronar las balas de su viejo revólver 45.

Un par de horas después, eso parecía un campo de batalla, niños tirados en el piso muertos… del sueño porque no estaban acostumbrados a desvelarse, otros dormidos en las sillas o en los brazos de sus padres, mientras que los menos (y más valientes creía yo), estábamos aún despiertos y de un lado para otro nomás buscando que hacer.

— Abuela, ¿te ayudo a algo? –le pregunté mientras recargaba la cabeza en su hombro.

—¡Los hombres en la cocina huelen a caca de gallina! –dijo riendo Concha, una de las nueras de la abuela.

— Nombre si mijo, me ayuda en todo o que puede, hasta en la cocina, y nunca ha olido a “eso” de gallina.

— Oiga comadre, pero, pos es hombrecito, y… -dijo Doña Lala la comadre de la Abuela.

— Pos a mijo ni se le ha caído nada, al contrario comadre, los hombres que de niños ayudan en la cocina se van a hacer más hombres, además nomás así se dan cuenta de la friega que es esto y van a valorar a la mujer que les toque… Ande mi niño, traiga una cuchara y póngase –me dijo orgullosa- a embarrar hojas que nos falta mucho.

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— Pos a ver si no se hace moda –dijo el tío Momo que recién había llegado por unos buñuelos.

— Pos ojalá que se haga moda mijo, porque urgen hombres que se metan a la cocina y le entren a la friega en la casa, quizá mis ojos no lleguen a ver, pero que ese día va a llegar, va a llegar, de mí se acuerdan.

Todas en esa cocina veían raro a la abuela, hasta sus hijas, pero yo que siempre creí lo que ella decía, simplemente pensé en ese momento: “si la abuela lo dice, nomás es cuestión de tiempo”.

Vi el primer amanecer del primer día del año al lado de la abuela, siempre le gustaba hacerlo acompañada de un café negro.

— Toda la tradición del año nuevo es bonita, pero esto, ver el primer amanecer, es la mejor, es un regalo de Dios

—¿El amanecer es un regalo de Dios?

— Pos si no, ¿de quién más?, mire nomás que colores, mire que hermosura de sol, nomás escuche al gallo, los pájaros, los caballos y hasta el guajolote, no se engañe mi niño, que esos no son cantos, son las criaturas del señor que agradecen por un nuevo día y están dando gracias al cielo por ello.

—¿Y nosotros, cómo debemos dar gracias abuela?

— Con gratitud mijo, agradeciendo a cada momento por todo lo que tenemos, por la vida misma que ya es mucho tener, de ahí en más, todo lo que escurra, es miel.

En ese momento, sentí el sol en mi cara sin que me diera, escuché las oraciones del viento al pasar por los árboles, mientras los animales cantaban su gratitud al cielo.

Melchor, Gaspar y Baltasar.

¡Por fin era el día de Reyes Magos!, una noche antes había puesto mi zapato en la ventana que daba al patio de la casa, yo esperaba con ansia que los reyes me trajeran el regalo que les había pedido con tanta emoción.

—¡Mamá, mamacita!, ¿Qué tiene, porqué está llorando? –se escuchó la voz de la tía Tere.

El corazón se me quería salir, ¿habría una mala noticia?, ¿le había pasado algo al abuelo?, ¿a mi papá?, así, descalzo, sin ponerme los zapatos me fui al cuarto de la abuela, y ahí estaba ella, sentada en la cama, me acerqué lentamente agitado, temeroso.

— Abuela…abuela, ¿Qué tienes abuela? –dije poniendo mi mano en su hombro.

Ella volteó y sus lágrimas corrían por sus mejillas, los ojos de la tía Tere y la tía Inés estaban igual, llorosos; me acerqué rodeándola hasta estar frente a ella, no podía dejar de ver su rostro, luego, con voz temblorosa me dijo:

— Mira mi niño…

Levantando sus hermosas manitas, mi hermosa Abuela Licha puso frente a mi, en medio de nuestras miradas, a aquella hermosa muñeca de trapo, con listones de colores brillantes en sus trenzas negras, y con unos ojos grandes, grandes y redondos que parecían sonreír.

Luego, la abuela sacó una cartita, la desdobló y me la entregó para que la leyera, mientras ella seguía llorando; la carta decía:

“Querida Lichita, sabemos que desde niña habías pedido una muñeca como esta, pero por alguna razón tu cartita no había llegado, pero en esta ocasión tu nieto que tanto te quiere, nos pidió que en lugar de traer un regalo para él, te trajéramos esta muñeca a ti”

“Te quieren, Los Tres reyes Magos”

— Ay mi niño, mi chiquito hermoso, te quiero tanto, tanto –me dijo llorando mientras me abrazaba fuerte, fuerte y yo la abrazaba más aún.

— Yo también te quiero mucho abuela, mucho.

—¡Este es el mejor regalo que me han dado en la vida mi niño, gracias, gracias!

La abuela nunca lo supo, pero ese día, aquel regalo de día de Reyes, fue el mejor regalo que recibí en toda mi vida.

 

¡ Hasta la próxima semana ¡

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