A la sombra de un pirul
— Abuela, ¿Por qué siempre está sentada y no saluda a nadie? –pregunté a la abuela Licha.
—¿Quién? –me preguntó.
— Doña Beatriz, la señora que está afuera de la mercería –contesté.
—¿La Reina? –me contestó.
—¿Cuál reina abuela? –pregunté buscando si no me había perdido de algo.
— Doña Beatriz, ella fue reina de la feria del pueblo –me dijo la abuela.
Yo miré a Doña Beatriz que se encontraba sentada bajo la sombra del pirul que estaba afuera de la mercería, y nomás no me la imaginaba de reina de belleza.
—¿Algo más Doña Licha? –preguntó Doña Eloísa la dueña de la mercería.
— Si Eloísa, es todo, nomás que no se le olvide que le encargué los cierres largos para los vestidos de las muchachas.
— Claro Lichita –contestó- para el viernes que entra me surten mercancía y ahí segura que vienen.
Ya para salir, giré la cabeza para ver de nuevo a Doña Beatriz, y no, la verdad que no veía a la Reina de belleza por ninguna parte.
Su querer fue solo mío
No me quedé con las ganas, y apenas llegamos a la casa, comencé a bombardear a la abuela Licha con preguntas sobre Doña Beatriz.
— Ay mijo –me dijo la abuela- usted todo quiere saber… pues verá, eran las fiestas del pueblo, y Beatriz había salido como una de las candidatas, entre los jóvenes que ayudaron a conseguir los votos para el triunfo de Beatriz, estaba Eduardo, un joven mozo que había quedado enamorado de Beatriz.
—¿Y se casaron abuela?
— Ay, pero como será ansioso mijo, todavía ni son novios y usté ya los anda casando –dijo sonriendo- bueno como le decía, Eduardo había llegado de visita a casa de sus abuelos, y ahí fue donde los primos lo invitaron a que les ayudara a vender los votos para que ganara Beatriz.
Cuenta la Abuela, que la noche que fueron los muchachos y Eduardo a llevar el dinero de los primeros votos vendidos a la casa de los papás de Beatriz, el recién llegado al pueblo, simple y sencillamente se quedó mudo al ver a la candidata a Reina, ella por su parte, se dio cuenta de inmediato de la situación y le sonrió tímidamente al joven recién llegado.
— Días después, cuando supieron que Beatriz había ganado por mayoría de votos, fue ella misma quien le pidió a Eduardo que la acompañara como chambelán la noche de la coronación –continuó la abuela.
—¿Y ahí se hicieron novios abuela? –pregunté.
—¡Y dale con lo de los novios!… ¿pos que usted ya trae ganas de novia o qué? –me preguntó sonriendo.
— No, pos no abuela –contesté con la cara roja de vergüenza.
— Bueno, pos le decía –continuó- cuando Don Carlos el papá de Beatriz, se dio cuenta de la petición de su hija, explotó en contra de Eduardo y le prohibió tajantemente que se acercara de nuevo a su hija.
—¿Y eso por qué abuela?
— Porque Don Carlos tenía comprometida a su hija con el hijo de un socio de la mina que llegarían de San Luis precisamente para la coronación, y era ese muchacho el que había dispuesto Don Carlos para que fuera el chambelán de su hija.
La abuela fue al ropero y sacó una caja de metal, de esas donde venían las galletas y sacó unas fotos.
— Mire –me dijo.
—¿Quiénes son abuela?
—¿Pos como que quienes son?, pos yo, su mera abuela, mi hermana, el chambelán de Beatriz y ella el día de su coronación.
— Pues, no se ve muy contenta abuela –comenté.
— Pos no mijo, como iba a estarlo, si andaba como ida nomás pensando en su Eduardo, además fue la noche de la desgracia.
Esa noche, después de la coronación, al chambelán le tocaba pasear a la reina en un carruaje descubierto de color blanco, el joven ayudó a la reina a subirse al carruaje, apenas habían recorrido unos metros, cuando comenzaron los cuetes y la pirotecnia, el caballo se asustó tanto, que comenzó a relinchar y a reparar, el muchacho inexperto y con miedo, no supo que hacer, el caballo salió desbocado y el joven brincó del carruaje para ponerse a salvo… Beatriz estaba a merced de su suerte.
Eduardo, el enamorado de Beatriz, se encontraba cerca de la exhibición de caballos, que al escuchar los gritos de la gente, vio la escena y sin pensarlo, montó a puro pelo uno de animales de la exhibición, y usando la crin como riendas, salió a toda prisa para alcanzar el carruaje y salvar a su amada.
A cada galope del caballo, Eduardo se acercaba más y más a Beatriz, ella se dio cuenta de la presencia de él, ya cuando estaba a un lado de ella, él extendió su mano, ella estaba tan asustada que no se atrevía, Eduardo la miró a los ojos y Beatriz se sintió con el valor suficiente de tomarlo de la mano para subirse al caballo con él… un segundo después, una de las llantas del carruaje descubierto, topó con una roca que sobresalía del terreno, Eduardo no pudo hacer nada, Beatriz salió volando por los aires y cayó golpeándose en la cabeza.
—¿Y la llevaron al doctor abuela? –pregunté tragando saliva.
— Si mijo, con todos los habidos y por haber, y desde entonces Beatriz quedó, así como la conocemos, así como la vio el otro día, ida, viendo a la nada.
— Pobre de ella ¿verdad abuela?
— Y pobre del padre mijo, que hasta el día de su muerte se reprochaba a sí mismo el haberle prohibido estar sus últimos momentos con el amor de su vida, y también siempre pensó que, si el conductor de esa noche hubiera sido Eduardo, su única hija estaría en sus cinco sentidos.
—¿Y tú que piensas abuela?
— Que a veces los padres tenemos que hacernos pa un ladito y dejar que los hijos aprendan por si solos, aunque duela mijo, aunque duela.
— Abuela… ¿y qué pasó con Eduardo?
— El sábado le digo –me dijo y luego se dio la vuelta para irse darle de comer a las gallinas.
Una mañanita azul
El sábado por la mañana la Abuela me mandó llamar para que le hiciera un mandado.
— Mande abuela –dije.
—¿Se acuerda que fuimos en la semana a la mercería?
— Si abuela.
— Bueno, pos dijo Eloísa que el viernes llegaban mis cierres, o sea ayer, así que tenga –dijo dándome una moneda de cinco pesos- de aquí paga los cierres y de regreso se compra un galoncito de petróleo para la estufa.
— Si abuela –contesté.
— Y no se tarde mucho que el petróleo es para la comida.
— Si abuela.
— Oiga –me detuvo.
— Mande abuela
— Cuando salga de la mercería, quédese un ratito cerca de Doña Beatriz, que más o menos llegará a la hora.
—¿La hora de que abuela?
— Usted hágame caso y ya verá.
Llegué a la mercería y pagué el encargo de la abuela, Doña Eloísa no tenía vuelto así que salió a cambiar la moneda, yo caminé un poco a la entrada de la mercería, cuando volteé a la izquierda, vi a Beatriz, y recordé las palabras de la abuela, luego, a unos pasos, acercándose a Beatriz, venía un hombre mayor canoso, delgado, que llevaba el periódico en una mano, y arrastraba una silla en la otra, yo corrí para ayudarlo con la silla, la acomodé a un lado de Doña Beatriz, él me vio y sonrió.
El Señor se sentó, se acomodó lo anteojos, abrió el periódico y lo subió al rostro para leerlo, casi al instante lo volvió a bajar, luego giró la cabeza, la vio con ternura, y le dijo dulcemente: “Acuérdate que me amabas”.
La dueña de la mercería me habló para darme el cambio del dinero, yo lo tomé, regresé la mirada hacia la pareja, y entonces vi como un joven mozo y una bella Reina de belleza, bailaban juntos un vals viéndose a los ojos mientras se juraban amor eterno.
¡ Hasta el próximo Domingo ¡
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