El empresario Isaac Chertorivski comparte una adelanto de su autobiografía, donde relata cómo vivía Ucrania y sus ciudadanos la persecución de hace un siglo.
CAPÍTULO 2Las presento: ella es Sara, la mayor. Aquella otra, Olga. Dora, Ema y, la que contempla el océano Atlántico, en popa, es Leye. Una linda gordita de pelo negro, ojos negros que al cabo se convertiría en mi abuela. Hasta hace unos momentos estaban hablando de su pequeño pueblo, el caserío Tetief, ilocalizable en los mapas, donde nacieron y crecieron lo suficiente como para valerse por sí mismas.
Ustedes apenas pueden imaginar una decisión más dura, más lacerante: abandonen a su tierra, a sus padres y háganlo rápido. Abandonen todo lo suyo y sin nada más que lo que llevan puesto, diríjanse a lo desconocido.
De su travesía sé muy poco. Por alguna razón extraña -quizás porque así lo quiso algún oscuro dios del olvido- en mi familia no tuvimos el cuidado para platicar y reconstruir lo que había ocurrido en aquel viaje, para rescatar los fragmentos que abuelos y bisabuelos habían dejado en sus conversaciones, en su peculiar historia oral de sobremesa y por eso no podemos hacernos una idea clara de la aventura que esa gens ucraniana protagonizó hace ya más de un siglo.
No me lo perdono. Por eso no puedo contarles porqué la sexta de las hermanas murió en el trayecto; tampoco qué fue lo que paso en la estación turca, ni cuantas semanas o meses vivieron ahí, en Estambul. No puedo informar, en fin, el tiempo que aquellas muchachas que tenían entre los quince y treinta años, pasaron en la embarcación que las trajo finalmente al puerto de Veracruz.
Lo que sí puedo decir es que viajaron en un buque carguero sin comodidad alguna, rodeadas de carbón y mercancías, con una mezcla de sentimientos, abandono, nostalgia y esperanza muy adentro de su espíritu.
Sabían que su destino era América, pero entonces como ahora, una oleada xenófoba inundaba Estados Unidos y ya no permitían ningún desembarque en sus puertos atlánticos.
Tuvieron que decidir, sin ninguna información, por pura intuición, a dónde reharían sus vidas: si en la Habana, Cuba o un poco más allá, en el puerto de Veracruz. Ustedes ya saben lo que decidieron y un buen día de 1926 estas cinco ucranianas descendieron del barco y pisaron el suelo mexicano para no abandonarlo nunca más. Ni ellas, ni sus descendientes.
Bueno, pasaron cosas en el viaje. Una de las más importantes fue que a la vuelta de alguna callecilla del viejo Estambul, Leye conoció a Zelig y allí comenzó una relación que acabaría en boda con toda pompa a celebrarse en Ciudad de México.
Ese El Zeide Zelig, era un galán de ojos claros de tan sólo diecinueve años cuando se marchó de Odessa y recibió el mismo duro encargo de sus padres: váyanse lejos, hasta América, escapen de todo esto y tú, cuida a tus dos hermanas: Gueña y Raquel. Sé que salieron por el Mar Negro, por el Bósforo, hacia Estambul.
Aprendió a hablar turco, así que no fue tan difícil estacionarse en ese país donde corrió con algo de suerte, pero incluso allí, vivió la intimidación y el acoso racista, antijudío. Decidió partir a América y llegando a Veracruz hacia fines de 1926, aquí se vuelve a deshilar mi historia porque no puedo confirmarles el hecho de que, en un acto sublime de amor, habría pactado con Leye su reencuentro al otro lado de la mar oceánica.
Lo siento: quisiera, pero no lo sé. El caso es que tuvieron que esperar la travesía y el azaroso contacto para, en definitiva, unir sus vidas en 1928 y que yo esté aquí contando el desenlace.
Pero mis cromosomas son Ucrania por los cuatro costados, porque la familia de mi padre también había llegado a México años antes, y del mismo modo, lo había hecho desembarcando en el Puerto de Veracruz.
Su escapatoria fue más trágica porque a ellos sí les venían persiguiendo, víctimas de la furiosa mezcla de antisemitismo y bolchevismo que ya se ensañaba contra otras nacionalidades y razas en la construcción dramática de la Unión Soviética.
Fue una pareja de panaderos que huyeron en carreta desde un pequeño pueblo a las afueras de Kiev: Starokonstantinov.
Venían con una niña en brazos y con las huestes de los «pogromos» a su espalda. Por si ustedes no lo saben, pogromo es un acto organizado por un comando para linchar, vejar y expoliar a un grupo étnico o religioso… por esa sola razón. Y los judíos de Ucrania eran el blanco de aquellos crímenes tumultuarios y siniestros.
Nuestros fugitivos pasaron hambre. Lo sé porqué escuché de mis abuelos que comían algo menos que mendrugos, pan molido que rendían y llenaba sus estómagos por más tiempo. Iban con una bebé, a la que alimentaban así. Mi abuela masticaba el pan duro y lo hacía papilla y se lo daba en la boca a Fanny. Llegaron a Polonia en 1921 y otra vez, no cuento con la memoria ni con la historia familiar para saber qué ocurrió ahí, salvo que nació David, su segundo hijo.
Eran Berka y Rosita. Su sueño fue largarse de un continente aún convulsionado por la guerra y las revoluciones y llegar a América. Vivieron en Varsovia pero la persecución continuaba, así que se mudaron a Francia de donde salieron en el barco Flandre, por el puerto de St. Nazaire.
Pero los Estados Unidos también les cerró las puertas así que corrigieron ruta hasta Veracruz que los acogió un buen 10 de octubre de 1922. Las aduanas cobraban algo así como cien dólares por dejarlos entrar pero sé de seguro, que unas redes de socorro de judíos que habían llegado con anterioridad y el apoyo de migrantes funcionaban para bien, ponían el dinero y brindaban los primeros cuidados después de tanto tiempo y tanta contrariedad a bordo.
No podían darse el lujo de perder el tiempo. Tan pronto como repusieron sus pulmones y las articulaciones de sus piernas y sus brazos gracias al aire cálido del puerto, partieron con rumbo a la Ciudad de México, lugar en el que un año después, nacería mi padre Moises el 20 de mayo de 1923. Un ucraniano dado a luz en el corazón de la Merced.
Las hermanas Japchick recorrerían el mismo periplo, poco más o menos, pero con algunos años de diferencia. Zelig se volvió jarocho cascabelero y convencido a los 21 años, en 1928 y como ya he dicho, se casaría con Leye en la Ciudad de México. Allí procrearon a la pequeña Celia, mi madre.
Como pueden ver, el viaje de mis genes es bastante largo: de Odessa, de Kiev, de Tetief y de Starkonstantinov, con paradas en Turquía, Polonia, Francia y Veracruz. Todo eso fue necesario para que mis padres vinieran a conocerse en la Ciudad de México, donde otro dios de la casualidad los unió, pero esta vez en español.
Recuperar la memoria de ese peregrinaje es parte del objetivo de este libro. Soy nieto de migrantes que escaparon del hambre, la violencia, el hostigamiento racista y religioso.
Llegaron aquí sin idioma, sin dinero y con hambre. Y al cabo de los años se convirtieron en otras personas, en seres humanos distintos, trabajadores y un poco menos desdichados, que quisieron olvidar.
Quizás por eso no puedo relatarles más historias, más detalles de esa pequeña ola migratoria de la que formo parte. Mi genealogía desordenada que se ha ido borrando, según se apagan como velas en la creciente oscuridad, las voces posibles de los que recuerdan estas cosas, todavía.