¿Pa que tanto brinco estando el suelo tan parejo?
Mi abuelo era muy derecho, el poco tiempo que lo conocí le aprendí mucho, una de sus más grandes virtudes fue la sinceridad, tan sincero era que para muchos rayaba en lo grosero, pero él decía: “Las cosas son como son, porque así mero son… ¿pa que decirle Juana a Chana si ya sabemos que se llama Chana?”
Así más o menos de esas frases por el estilo era la sabiduría del abuelo, si, para muchos parecería muy obvia, pero hay que leerlas varias veces para entender su profundidad, incluso, la misma frase, usada en otra circunstancia, funcionaba y funcionaba igual de bien.
—¡Ay papá!, ¿Qué no le da vergüenza decir las cosas así derechas y de sopetón? –le preguntaban sus hijos.
— Que les de vergüenza a ellos que no aguantan escuchar las cosas como son –contestaba mientras se fumaba sus cigarros faros.
Una vez invitaron a los abuelos a la casa de Doña Remedios a platicar, de tomar les ofrecieron café y un pastel de naranja sin betún que había hecho la señora, todo iba bien hasta que a pocos minutos de haber iniciado la plática y de servido el café, a la Doña se le ocurrió preguntarle al abuelo si todo estaba bien.
El abuelo, con su clásica y conocida sinceridad, respondió:
Pos más o menos
La mujer sin dar crédito de lo que escuchaba, todavía insistió, quizá pensando que era una broma.
—¿No le gustó el pastel?… ¿le gusta con betún?… Ah, ya se, le gusta de chocolate.
— No, el pastel está bien –respondió secamente el abuelo.
—¿Entonces? –preguntó la Doña mientras veía a la abuela quien nomás cerró los ojos esperando la contestación del abuelo.
— Que no me gusta el café con el agua sin hervir y este café no hirvió, así mejor no nos invite.
Y así sucedió, esa fue la última vez que los invitaron a tomar café en casa de Doña Remedios, bueno, excepto la vez que se murió el esposo de ella, pues ahí también sirvieron café de olla.
¡Ay Faritos, ni que fueras Lucky Strike!
Haciendo caso omiso a las recomendaciones del doctor, el abuelo seguía fumando como chacuaco.
—¿Sigue fumando verdad? –dijo el doctor mientras se quitaba el estetoscopio de los oídos.
— Si doctor –respondió el abuelo así a secas mientras se cerraba la camisa de cuadros.
—¿Qué no habíamos quedado que ni un cigarro más?
— A caray, pos quedó usted, clarito recuerdo que me dijo: “ya no quiero que se fume ni un cigarro más”.
—¿Y luego?
— Posque usted no quería, y yo sí, y pos me hago más caso a mí que a los demás.
— Oiga, ¿y si se muere?
— Pos me petateo y ya.
— Pues sí, ahora sí que como dicen: “va a chupar faros”.
— Uyyyy, eso sí va a estar difícil mi estimado matasanos –dijo el abuelo tosiendo en su paliacate rojo.
—¿Qué se muera?
— No, eso ya no ha de faltar mucho, digo de chupar Faros, porque ya no fumo de esos, ahora fumo Delicados.
El médico nomás suspiró, sabía que no podía hacer nada en contra de las decisiones del abuelo, además se llevaban como amigos, porque el abuelo jamás lo vio como autoridad, y nomás iba porque la abuela lo obligaba a entrar y el médico lo sabía, y quizá eso le gustaba, pues era el único del pueblo que no le rendía pleitesía y veía sus palabras como ley, es más eso que el abuelo hacía, no lo hacía ni el cura.
Ande pues viejillo cascarrabias –dijo el doctor- vaya a fumar todo lo que se le antoje, que quiera o no quiera va a chupar faros.
El abuelo tiró una gran carcajada que hizo a los que estábamos en la sala de espera nos sobresaltáramos y nos volteáramos a ver porque eso no era “normal” en ese lugar que tenía tanto silencio como en la iglesia.
— Pérese mi matasanos, que los años de vida que me queden no los sabe ni usted, ni yo, esos nomás los sabe…
—¿Dios? –exclamó el médico.
— Ese mero, él y Doña cata –dijo el abuelo.
—¿Doña Cata?, ¿Quién es Doña cata?
— Pos la Catrina mi amigo, ella lleva la cuenta de todos nosotros, y por muy leído y matasanos que usted sea, ahí trae también la cuenta de los días que a usted le quedan
El doctor nomás se rio y pasó saliva al mismo tiempo, pero no dijo nada más, digo, ¿Qué otra cosa podía decir después de lo que el abuelo había dicho?, como mi papá decía: “No hables, te defiendes más callado”.
Mis vecinos son tan buenos que me faltan dos gallinas y un puerco.
Una tardecita de septiembre, cuando las lluvias caían seguido, llegó a la casa una pariente lejana de la abuela a visitarla, la mujer se estaba quedando en la casa de Dora, una prima política de la abuela.
Doña Jovita era una señora muy… “jodencia” decía el abuelo, en todo se metía, de todo opinaba y siempre estaba enferma, bueno, eso decía ella cada vez que la veíamos, pero siempre estaba hablando de su próxima muerte.
— Y mire, tengo así una bolsa de “medecinas” y nomás no me curo, se me hace que de este si ya no me salvo
— No diga eso Jovita –dijo la abuela que ya se veía cansada de escucharla por varias horas hablando de lo mismo- si usted se ve sana y fuerte como un roble.
— Ande pues ni se crea, nomás por fuera, pero por dentro ya estaré hasta podrida –dijo lamentándose la Doña.
— Pueque tenga razón –dijo el abuelo que iba pasando a la cocina para servirse otro café.
—¿C… ómo dijo? –exclamó mientras se tapaba la boca con el pañuelo de encaje que siempre portaba.
— Digo que, si por afuera se puede ver sana, pero por dentro pueque esté podrida –volvió a decir el abuelo así como si nada, frío seco y directo.
La abuela nomás se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.
—¿Usted cree? –preguntó la mujer con el rostro pálido.
— Pos para como dice que está, yo creo que sí, así tuve una yegua, que siempre estaba enferma, todos la veían fuerte, sana, pero la verdad de las cosas es que siempre estaba enferma la canija.
—¿Y luego? –preguntó la angustiada mujer.
— Pos que mejor se la vendí a un veterinario de la ciudad
—¿Y la salvó? –volvió a cuestionar la Doña.
— No, ni él ni con la ayuda de los mejores veterinarios de por aquellos rumbos, dice que la pobrecita en sus últimos días nomás se la pasó quejando, con dolores y echando espuma por la boca.
—¿Espuma por la boca? –habló la pobre mujer que para ese momento ya sudaba y le temblaban las manos.
— Y lo peor no fue eso –dijo el abuelo.
—¿Qué fue lo peor?
— Pues que lo que tenía era contagioso, y pos contagió a varias caballerizas y no murieron uno, ni dos caballos, fueron como unos cincuenta, y lo peor es que eran animales de primera y como se ha de imaginar, ya se los andaban cobrando al veterinario; bueno, ya hasta lo querían linchar en medio del pueblo.
—¡Ave María purísima!
— Ándele, si era un ave, se llamaba la paloma y… oiga, ya pensándolo bien…
—¿Qué, que pasó? ¡dígame!
—¿Lo suyo no será contagioso? Digo, a lo mejor tiene algo así como mi yegua, porque los síntomas eran igualitos, igualitos.
—¡Santo cristo redentor, almas benditas del purgatorio, virgen santísima intercede por esta pecadora, Santo padre celestial apiádate de mi señor!
Así de esa manera se despidió Doña Jovita de la casa, dicen que después de ahí pidió a sus hijos que la llevaran de regreso lo más rápido posible a su ciudad, para que la vieran los mejores médicos, porque según ella estaba podrida por dentro, y seguro se iba a morir como la paloma, la yegua del abuelo.
Doña Jovita no volvió a poner un pie en la casa.
Esa fue la última vez que la abuela criticó o le cuestionó al abuelo su sinceridad, después de todo, el abuelo tenía razón, “vergüenza le debería de dar a la gente que no aguanta escuchar las cosas como son”.
¡Hasta el próximo Sábado!
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