Terry llegó a la casa cuando yo apenas tenía siete años de edad.
Al principio, la idea de compartir a mis papás no me gustaba del todo, pero ellos me dijeron que sería como tener un hermanito con quien jugar y a quien podría cuidar.
Y tenían razón.
Desde el primer día en que aprendió a subirse a mi cama de un salto, Terry durmió conmigo, hecho bolita y tan pegado a mí que durante los inviernos él me daba todo el calorcito necesario para no sentir frío.
De lunes a viernes, yo iba a la escuela. Terry me despedía en la puerta de la casa como si fuera la última vez que nos veríamos. Por eso intentaba calmarlo dándole muchos abrazos y acariciándolo en su cabecita.
Algo similar ocurría cuando llegaba del colegio. Terry saltaba lleno de felicidad, lamiéndome la cara y dándome besos hasta que mamá me regañaba porque decía que eso no estaba bien. Pero a mí no me molestaba porque significaba que Terry me quería tanto como yo a él.
Todas las tardes dábamos un paseo por el parque y jugábamos por horas. Su juego favorito era que yo le lanzara una pelota lo más lejos que podía. Entonces, Terry corría para atraparla y me la traía de regreso. La verdad, para mí eso no era tan emocionante, pero verlo tan feliz me daba ánimos para repetir el juego una y otra vez.
Con el tiempo, empecé a llegar más tarde del colegio. Incluso tuve más amigos. Pero nunca dejé de querer a Terry con la misma fuerza, pues nunca dejamos de dar nuestros paseos por el parque. Y siempre, siempre, me ocupé de darle su comida y asegurarme de que tuviera agua fresca en su tazón.
Conforme pasaron los años, nuestra amistad creció. También noté que Terry tenía menos energía a la hora de jugar, pero cambiamos el juego de la pelota por ver televisión en la sala. Él se acostaba encima de mí, y yo le daba palomitas mientras veíamos una película. Aunque por lo general, Terry nunca terminaba de verla porque se quedaba dormido.
Un sábado cualquiera, como sucedía cada mes, comencé a bañar a Terry con ese shampoo que tanto le gustaba porque no le ardían sus ojitos y le quedaba su pelo blanco, blanco. Pero esa vez noté algo raro. En el pechito de Terry había un par de bolitas un poco grandes y duras.
Mamá me dijo que lo mejor era llevarlo al médico de perritos para que nos dijera por qué tenía esas bolitas. Y así lo hicimos.
El médico revisó con cuidado a Terry. Yo noté que algo no estaba bien por su cara y por la reacción de mi mamá cuando ese señor le dijo algo al oído.
De camino a casa, mamá se veía triste. Y cuando le pregunté qué tenía Terry, ella sólo me contestó que estaba enfermito y que debíamos cuidarlo y quererlo mucho. Yo noté que se esforzaba por no llorar y me preocupé.
Un par de meses después, las bolitas en el pecho de Terry habían crecido. Incluso habían aparecido más bolitas y me di cuenta que ya casi no comía y apenas si tenía ganas de pararse cuando yo llegaba de la escuela.
Así pasó varias semanas Terry, comiendo muy poco y dormido casi todo el tiempo. Yo lo veía triste.
Una tarde, mamá me dijo que Terry ya no comía y que estaba muy enfermito, que lo mejor era llevarlo al médico para que pudiera descansar.
Al principio no acepté la idea de que Terry nos dejara, pero entendí que estaba sufriendo y le dije a mamá que estaba bien.
El médico acarició la cabecita de Terry y me dijo que me despidiera porque se iba a quedar dormido poco a poco. Vi cómo lo inyectaba y noté que Terry me veía con el mismo cariño de siempre, como agradeciéndome que ya no iba a sufrir. Me dio un beso en la cara y cerró sus ojitos con tranquilidad.
Esa tarde supe por primera vez lo que significaba perder a un ser querido y la tristeza tan inmensa que invade nuestro corazón, cuando nos despedimos de esos hermanitos peludos que sólo nos dan cariño y muchas horas de diversión.
¿Cuántos hemos pasado por una situación así?
Despedirnos para siempre de nuestras mascotas, que se vuelven un miembro más de la familia, es muy triste y nunca estamos preparados. Pero hay ciertos pasos que podemos seguir para superar con mayor facilidad esa pérdida.
Aunque intentamos ignorar el dolor, a veces sólo resulta peor. En lugar de contener los sentimientos y emociones, lo mejor es permitirnos experimentar las etapas del duelo y sanar con el tiempo.
También es necesario saber que no somos culpables por la muerte de nuestras mascotas. Esta es la primera etapa del duelo, cuando nos preguntamos qué hubiera pasado de haber hecho las cosas de distinta manera.
Debemos enfrentar los sentimientos de negación, cuando pensamos que nuestros amigos no se han ido. Esta es la segunda etapa del duelo. Es cuando resulta difícil llegar a casa y saber que ya no estarán allí, que no tenemos que llenar su tazón de comida o que no habrá paseo por el parque. Negar esta realidad nos dificultará mucho más afrontar su partida.
La siguiente etapa es el enojo. La cual puede dirigirse al conductor que atropelló a nuestra mascota, a la enfermedad que lo invadió o al médico que suponemos no hizo todo lo posible por salvarle la vida. Reprimir este enojo puede originarnos emociones de resentimiento y furia.
Liberar este enojo mediante actividades que nos hagan sentir bien es lo adecuado. Salir a caminar, reunirnos con amigos o realizar proyectos creativos, son algunas opciones para esto. Pensemos en qué actividades pueden liberar nuestro enojo de manera saludable, en lugar de una forma destructiva y dolorosa.
Y por último, debemos permitirnos sentir tristeza, pero combatir al mismo tiempo la depresión, la cual es natural en todo proceso de duelo. Esta depresión nos hace sentirnos agotados, solos y aislados. Es el momento en que debemos recurrir a nuestra familia y amigos para que estos sentimientos de tristeza no se transformen en sentimientos de depresión. Realizar actividades con ellos nos ayudará a distraernos.
Creo que todos los que amamos a los animales sabemos lo difícil que resulta afrontar que se vayan. Sobre todo porque nosotros tenemos esa opción en nuestras manos, la de evitar que sigan sufriendo en el caso de tener una enfermedad terminal o que por algún accidente ya no sea posible salvarlos.
Y nunca dejará de doler. Ese dolor jamás deja de existir porque se convierten en otro miembro más de la familia.
Lo que podemos pensar para consolarnos un poco es que mientras vivieron les dimos todo el amor y todos los cuidados para que fueran felices. Y eso es lo que tenemos que hacer: amarlos.
Por eso, insisto que debemos respetar y proteger a los animales, siempre. Porque como nosotros, sienten. Sienten felicidad cuando los acariciamos, pero también sienten dolor cuando son golpeados o atacados.
Mahatma Gandhi dijo alguna vez: “Un país, una civilización, se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”.
¿Nosotros, qué tipo de sociedad queremos ser?