Llegó Por Mí Antes De Tiempo

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Salí de su cuarto con mucho dolor de cabeza. Como siempre, esperé un ratito hasta oírlo respirar profundo sobre mi pecho. Era delicioso ver cómo su cara se iba relajando, sus ojitos dejaban de moverse y su boca se enchuecaba creando un corazón en sus labios. Empezaba a soñar y entonces sabía que ya lo podía acostar en su cuna calientito y sin riesgo de que despertara. A las niñas las durmió su papá esa noche. Era un día normal, igual a todos. Rutinas, carreras, regaños, sonrisas, abrazos…

Cuando crucé el pasillo para entrar a mi cuarto, volteé a mi derecha y la vi. Muy elegante, sonriendo pero seria a la vez. Impecable. Nunca pensé que iba a llegar tan temprano por mí. No avisó. Ni siquiera sospeché que tenía que apurarme, disfrutar más, empacar, organizar y dejar todo listo para irme antes de tiempo. Sí, llevaba meses así, pero nunca pensé que se estaba acelerando tanto.  La vi fijamente a los ojos y le dije que me esperara un poco más, que no estaba lista. Quise reclamarle pero sabía que con ella no se podía jugar a eso. No se podía negociar. Bajé la cara, tragué la enorme ansiedad que me invadía el cuerpo, y avance hacia mi cuarto.

Todo lo vi diferente. No porque hubiera cambiado, sino porque ya no lo vería. Estaba mi cama, en la que había pasado tantas horas dormida regalándole mi vida al tiempo. Mi almohada, cómplice de muchos sueños, terrores y travesuras. Mi buró con esas chucherías que nunca da tiempo ni ganas de tirar. Los múltiples cables, las fotos de sonrisas impresas en papel, una de las tantas mamilas del bebé, vitaminas, medicinas, medicinas y medicinas. Años de estar batallando con este insoportable dolor de cabeza que normalmente era una migraña; hoy ya no.

Estaba también el libro fascinante que no lograba terminar por el cansancio que me fundía en las noches. Quería aprender un poco más de todo. Del mundo, de la mente humana, de la infancia, de Osho, la sexualidad… Quería, y quería, y al final solo acumulaba libros con páginas dobladas e inconclusas. Hoy ¿qué libro me llevaré a este viaje?, pensé. Este viaje…

Lo vi a él, a mi esposo, acostado ahí, en su lado de la cama que era siempre más frío que el mío. Pasé frente a él rompiendo el aire entre la televisión y su celular. No me vio. Mejor. Pero tuve que parar para observarlo. Lo iba a extrañar. Habían un millón de diálogos pasando por mi mente. Recuerdos de todo tipo, buenos, malos. Aquellos inicios donde ni siquiera nos conocíamos. Él nacimiento de mis hijos. Los días perdidos en pleitos y los ganados a carcajadas. Todo ya no era ni presente ni futuro, puro pasado.

Entré a mi clóset. ¿Qué me llevaré?, pensé de nuevo. De las preguntas más raras. Nunca me había gustado empacar. Tanto que organizar. La ropa de la mañana, de la tarde, de la noche. Las medicinas, otra vez. Los calzones, contados. Los calcetines, brasieres, bufandas, lentes, sombrero. ¿Joyas? Esta vez no necesitaría nada de eso. Esta vez me tocaba empacar, solamente, lo que veía en el espejo. Entonces me paré ahí, a observarme. A recordar mi infancia, mis pedazos de vida, mi rompecabezas. Me paré ahí, a verme llorar con este insoportable dolor. A desahogarme. Me seguía viendo joven a mis 35 años. Una que otra cana, una que otra arruga. Me solté el pelo, sacudí mi cabeza, y traté de embellecer un poco ese reflejo pálido. Llevaba meses sin arreglarme. Meses sin querer salir, sin poder salir. No tenía fuerzas y los dolores eran cada vez más fuertes. Aún así me veía bien, sexy tal vez. ¿Por qué nunca me sentí bonita? ¿Por qué nunca me sentí con ganas de presumir mi belleza? ¿Por qué llegaba hasta ahora esa necesidad de enamorarme de mí misma?

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Saqué mis pinturas, las pocas que tenía. Entre lágrimas y sabiendo que me seguía esperando esa señora aterradora en la sala de mi casa, me puse a jugar con mi piel. Última vez que me maquillaría. Obscurecí el tono con la base del maquillaje y ahora parecía algo bronceada. Había pasado mucho tiempo de no verme así. Por si el cáncer, por si las manchas, por si las arrugas; el sol estaba vetado. Saqué el rímel, el delineador, las chapas, las sombras y las múltiples brochas necesarias para completar esta última obra de arte. Entre líneas chuecas y escurridas por mis lágrimas, agarré el labial rojo, el que nunca usaba y marqué mis labios. Gruesos, delineados, rotos y caducados. “Obra terminada”, pensé. ¡Qué estupidez! No parecía yo. No parecía esa niña que se hizo mujer sin tener que cubrirse de colores y falsos gestos todos los días. Eso nunca me importó. Nunca me definió como persona.

Miré mi cuerpo ahora. El espejo completo temblaba conmigo. Ya no me vería mojada, ejercitada, cansada o enferma. Ya no sería testigo de mis bailes, mis disfraces, mis vestidos elegantes, ni mis atuendos hippies. ¿Me extrañará? Al final ya no me veía tanto, pero me vio. Algo sí, unos años. Unos días. Unas horas. “Adiós”, dije en fuerte.

“Córrele, que te esperan”, pensé. Entonces salí, así, pintarrajeada y manchada hasta el cuello. Como una niña de 4 años jugando a ser una princesa. Una princesa rota. Me acerqué a mi esposo pero seguía sin verme. Entonces me senté a su lado, en ese pedacito de cama desocupado. Al voltear no supo cómo reaccionar. “¿Qué haces? ¿Por qué te pintaste? ¿Por qué lloras?”. No podía hablar. Tenía la garganta cerrada, seca y mi mente al borde de explotar. Lo abrace fuerte. Tratando de transmitirle todo lo que no podía decir en palabras. Tratando de dejarle mi manual de vida. Mis deseos para mis hijos. Los pendientes de la escuela. Los sueños que les tenía programados. Mis fantasías, mis miedos, mis recuerdos. Mis secretos. Todo.

“Me voy”, le dije. “Y necesito que sepas que te amo. A ti, y a mis hijos. Que no hay nada en la vida que me haga sentir más orgullosa que ser tu esposa y su mamá”. Se asustó, se preocupó, se alteró. “¿Te vas a dónde mi amor…?, ¿qué te pasa?.” Entonces lo tomé de la mano y le pedí que me acompañara. Dejó su celular, hizo a un lado las sábanas y salió de la cama. Viéndome fijamente a los ojos, caminó conmigo hasta el pasillo. “¿Te duele la cabeza?”, me preguntó. “Demasiado, pero esta vez es diferente”, contesté.

Ella estaba ahí, parada. Ya llevaba mucho esperándome y supongo que estaba dispuesta a ir por mí hasta mi cuarto si era necesario. Seguía seria. Seguía obscura. Mi esposo la vio y en ese instante comenzó a llorar. A temblar. Estar cogido de mi mano le daba el poder de ver lo que yo veía. Entonces comprendió todo. Comprendió que ya no había un mañana. Ya no habían segundas oportunidades. Que ya no había nada que él pudiera hacer para impedirlo. Esta vez mi dolor no era superficial. Ni más medicinas, ni más doctores, ni más hospitales curarían lo que estaba pasando en mi cabeza. Trató de hablar, y le tapé la boca con la mano con mucho amor, porque sabía que sus palabras eran innecesarias. Insuficientes. Insoportables también. Porque ya era demasiado lo que yo sentía por tener que irme.

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Lo abracé fuerte otra vez.

-“Cuida a mis hijos. Todos los días diles cuánto los amé. Cuánto los quise desde el momento en que nacieron. Cuéntales como me brillaron los ojos cuando los escuché decirme “mamá” por primera vez. Pídeles perdón de mi parte por si alguna vez los lastimé. Diles que los estaré viendo todo el tiempo. Haz de ellos personas sensibles, buenas, altruistas. Enséñales a amar, sobre todas las cosas. Ayúdalos a extrañarme sin dolor. Ayúdalos a vivir felices.”

-“Claro, siempre lo haré. Has sido una gran mujer, una gran esposa, una gran mamá. Vete tranquila, nadie lo hubiera hecho mejor que tú. Dejas huella en todos los que te conocimos. Vete segura de que te he amado enormemente desde el primer día que te conocí.”

Lloré, mucho. Pero lo solté. Nos soltamos. Pedí un minuto más y fui a darle un beso a mis hijos. A esas caritas de amor que seguían dormidas sin sospechar que mamá se iría para siempre. Que al despertar sus vidas habrían cambiado. Que mis abrazos ya no estarían disponibles a la orilla de sus camas. Les dejé una lágrima a cada uno sobre su cachete esperando que algo de mí se quedara en ellos. Esperando que no me olvidaran nunca. Tratando de oler intensamente a cada uno para llevarme ese delicioso aroma que los definía. Pensé cuántas cosas me perderé de hacerles, de festejarles. Todo lo que no los vería lograr en la vida. Me dolía recordar los regaños que les di algún día perdiendo la paciencia… ya no podría disculparme nunca. Se me habían acabado los minutos para jugar a las princesas y a los sapos. Se me había acabado el tiempo para decirles que los amaba de todas las maneras posibles.

Cerré la puerta, me acerqué a mi esposo y le di un beso fuerte en sus labios mojados de dolor. “Te amo… Adiós”.

Me volteé sin mirar atrás. La tomé de la mano, a ella, mi nueva compañera. La que llegó temprano. La que me arrancó de la vida. Sentí su piel fría, helada. Di unos pasos más dándome cuenta que perdía las fuerzas. Entonces paré, mi dolor ya era insoportable. La vi fijamente a los ojos, cerré los míos para siempre y lentamente me derrumbé al piso junto a ella, La Muerte.

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