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Esta mañana llegó un señor a entrevistarme. La confianza y familiaridad con la que entró a la casa y se sentó junto a mí me desconcertó. ¿Cómo te sientes hoy?, dijo mientras me daba un beso en la mano. Estaba segura que era otro de esos reporteros melosos que ahora acostumbran venir a diario a cuestionarme sobre mi vida. A veces son mujeres, a veces hombres. Unos vienen acompañados de adultos igualmente sociables, y otros con niños. Me pregunto si pensarán que mi casa es un museo o un lugar público. Su actitud me incomodó, ¿quién le dio permiso de hablarme así? Nadie me saludaba con un beso. “Qué atrevido, ¿será de otro país tal vez?”, pensé.

La mayoría de las veces estoy lista para recibirlos. Mi secretaria me ayuda a escoger el mejor atuendo para el día, un peinado elegante y la joyería pertinente para el momento. Es cierto que tengo mala memoria últimamente, es por eso que siempre tengo junto un cuaderno donde apuntó ciertas cosas. Lo peor es cuando no recuerdo por qué apunté lo que leo. El hilo del pensamiento se me corta y dejó la hoja así, inconclusa como mi mente vieja.

El caso es que hoy fue diferente. Cuando lo vi entrar me dije, “qué hombre tan apuesto”. Reacción inapropiada para una mujer de mi edad, aún a pesar de que fue sin malicia y sin rastro de atracción sexual. Simplemente, me pareció una persona agradable. Diferente. Incluso sentí que ya lo conocía de algún lado. Mientras caminaba hacia mí, me fijé que su pelo era canoso como el de mi esposo, que en paz descanse. Tan blanco y a la vez tan brilloso. Siempre fue un hombre muy guapo, incluso con tantas canas. Así era este reportero que se acercaba a mí. Algo de él me recordaba a mi marido. Algo…

Traía de la mano a una hermosa niña chiquita con cara pecosa y mirada penosa. Abrazaba un oso de peluche similar al que yo guardo como recuerdo de mi madre. Años y años de experiencias compartidas con ese acompañante de mi vida. Mi lado infantil siempre está latente, supongo. Me pareció tan vulnerable y a la vez tan preciosa que incluso antes de que se me acercara, le pregunté “hola pequeña, ¿cómo te llamas?”. Rápidamente subió la mirada para ver al señor que venía con ella. Volvió a mirarme y con un gesto incluso de decepción, contestó “Gabriela”. Me sorprendí enormemente. Me emocioné. “Ese es mi nombre…”, le contesté rápidamente. Ella levantó su carita y suspiró con una sonrisa. Sus ojos eran azules, parecidos a los míos también. «¡Qué extraño!», pensé, entre el nombre, la mirada, el oso y las pecas, se parece mucho a mí cuando era niña.

En fin, recordé que era hora de ponerse seria porque empezaría la entrevista del día. “Sandra, ven por favor. Ofrécele algo a este señor y a la niña”, le pedí a mi asistente, “acércales unas sillas porque vienen a entrevistarme”. La realidad es que había escrito muchos libros en mi vida y todos los recordaba perfectamente bien. Cada título, cada historia, cada sentimiento detrás de esas palabras que quedaron impregnadas en el papel. Muchos de ellos fueron éxitos importantes. A veces tuve que viajar a presentarlos en otros países y me llenaba de orgullo haber logrado cumplir con el sueño de mi vida… ser una escritora. Dejar huella en la gente que me leía y se tomaba el tiempo de degustar mis relatos. Ahora, ya entrada en años, me hablaban a diario reporteros y venían personas que me admiraban y querían conocerme.

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“¿Y de qué libro quiere hablar hoy, señor?”, le pregunté, mientras se acomodaba en la silla. “Qué tal si me platica mejor sobre sus hijos”, contestó. Me pareció extraña la pregunta. Pensé que debía ser un hombre muy inexperto y mal informado. “Yo creo que usted cometió un error y no soy la persona que deseaba entrevistar porque yo no tengo hijos. Estuve casada por muchos años y hace poco falleció mi marido. De él, si quiere, podemos hablar. Puedo decirle que fue el amor de mi vida. Tuve suerte en tener un compañero tan maravilloso siempre cerca de mí.” Mi respuesta lo perturbó pero no lo vi molesto. “¿Entonces platíqueme de..”, agregó, intentando terminar la frase antes de que la chiquilla lo interrumpiera… “Platícame de cuando eras chiquita”, me dijo con una voz dulce y encantadora. Una parte de mí tuvo ganas de levantarla, abrazarla y sentarla en mis piernas. Obviamente me contuve.

“De mi infancia puedo decirte que fue perfecta. Tengo puros recuerdos bonitos. Y fíjate que te puedo contar algo que te va a interesar mucho. Yo siempre he tenido un osito como el tuyo que ha sido mi mejor amigo.” Al decir eso, ella presionó más fuerte su peluche y sonrió. “Ahora te lo voy a enseñar, es igualito. Cuando me daba miedo en la noche, mi mamá me recordaba que mi oso me acompañaba para cuidarme y nunca sentirme sola. ¿A ti te da miedo la noche?”. Ella de nuevo volteó a ver al señor con carita de tristeza. Tal vez algo dije fuera de lugar. “Abuelo…» le dijo. En ese momento entendí que era su nieta. ¡Qué lindo! Tan afortunado.

También te platico que siempre jugaba a ser mamá con mis muñecas. Tenía montones y montones. Lo que yo más quería en el mundo era tener muchos hijos”. La garganta se me cerró al decir eso. “Pero pequeña, finalmente la vida no me dio lo que yo más deseaba. Y recuerdo aquellos tiempos de mi infancia donde era feliz jugando, sin saber que así sería mi futuro. Hoy viviría muy feliz si estuviera rodeada de una familia grande. De hijos, hijas, nietos y bisnietos. Sé que hubiera sido una buena madre, presente. Me duele pensar que no me tocó vivir eso. Que es cierto que transcurren los años, y dejas los momentos pasar. Pensé que no importaba mi edad y luego supongo que ya fue demasiado tarde para embarazar. Hoy me siento tan sola.” Tuve que parar de hablar de eso. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Es que desde que había muerto mi esposo me sentía muy deprimida. Estas entrevistas me entretenían pero me quedaba muy vacía cuando se iban. Aunque tenía que aceptar que hoy era diferente. Por alguna extraña razón está niña se estaba robando mi corazón. Me sentía cerca de ella, y de su abuelo.

“Me da mucha pena, pero no me siento bien. Les importaría si continuamos esta entrevista otro día.” Sé que fui grosera al decirlo pero realmente necesitaba irme a mi cuarto. De pronto me dieron muchas ganas de llorar y no quería que ellos lo notarán. Siempre había sido una mujer fuerte y así tenía que seguir. La vejez era dura, pero no iba a dejar que me venciera. Ni eso, ni la soledad. Seguiría tratando de escribir, de transmitir mis sentimientos aunque nadie los leyera. “Claro, nos vamos. Descansa y estaremos de regreso pronto”, me dijo el señor mientras se acercaba y me regalaba otro beso. Esta vez la niña, un poco temblorosa, me tomó también la mano y me la puso sobre su osito. “Mira, somos iguales. No se te olvide”, me dijo. Me dejó congelada de pies a cabeza. Es que sí sentía que éramos iguales. Parecía un reflejo mío. Le tomé los cachetitos con mis manos arrugadas y frías para acercarla y besarle la frente. Entonces me levanté, y caminando lentamente me fui a mi habitación. Asumí que ellos ya sabían cómo salir de mi casa. Era demasiado para mí.

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Hoy fue diferente, y lo digo con los ojos llenos de lágrimas y el corazón encogido y adolorido de confusión y angustia. Unos minutos después de que me recostara en mi cama a descansar, llegó mi asistente. “Señora, le dejaron esta nota las personas que vinieron hoy. La niña me pidió que se la de personalmente”. Estiré mi brazo lentamente. Con la mano dudosa, tomé el papel que se veía que estaba recortado de mi cuaderno de anotaciones. Dentro de esos renglones azules estaba escrito con una letra que mi cuerpo reconocía:

“Mamá, vinimos tu nieta y yo a visitarte. Sé que no sabes quiénes somos porque tu mente no te lo permite. Solo quiero pedirte que no te sientas triste pensando que tus sueños de niña de ser madre no se hicieron realidad. No es cierto. Tu enfermedad no te deja recordarnos, pero tienes tres hijos hombres y dos mujeres. Tu casa siempre ha estado llena con nosotros y tus 13 nietos. Los que venimos a diario, no somos reporteros, somos las personas que más te amamos en el mundo. Has sido la mejor madre y abuela. Todos los días me despierto pensando todo lo que pude haberte dicho cuando todavía sabías quién era. Cuántas oportunidades me perdí en la vida ignorando la mamá que tenía. Hoy te veo a los ojos, y eres la misma, aunque tú no lo sepas. Eres la que me enseñó a hablar, a caminar, a ir a la escuela y salir adelante. La que me apoyó en cada proyecto. La que me motivó a ser un gran padre. Me duele verte lejos estando cerca. Me duele no poderte abrazar libremente y transmitirte lo orgulloso que estoy de ti. Pasaron los años sin que yo supiera que te perdería así. Pero aquí estoy, y nunca me alejaré. Por cierto, el oso que hoy viste en manos de Gabriela se lo regalaste tú cuando nació por lo emocionada que estabas de que llevaba tu nombre. Es la nieta que más se parece a ti. Regresamos mañana, prepárate para recibirnos. Te amamos. Tu hijo.”

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