¡Mátenme por piedad!… que maté a mi niño

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Leche bronca.

Mateo trabajaba con mi papá, le ayudaba con la recolección de leche de cabra en varios poblados, después la llevaban a una fábrica en donde se las compraban.

La levantada era a las cuatro y media de la mañana, ya cuando iba tarde, era a las cinco, primero se iba al poblado más lejos, y allá arriba comenzaba a recolectar la leche a eso de las cinco y media o seis de la mañana, dependiendo de su salida.

Cuando terminaba con todos los poblados, pasaba por el rancho y ya recogía la leche del establito de mi papá, ya era lo último, ahí Mateo aprovechaba para recoger almuerzo en su casa y de ahí agarraba carretera para irse a dejar la leche, en el camino se comía lo que le había puesto su mujer.

—Buenas patrón –saludó Mateo a mi papá.

—Quiubo Mateo, ¿cómo te fue con la colecta? –preguntó mi papá mientras sacaba la última jarra del corral.

—Bien señor, nomás que batallé un poco con Don Agustín.

—¿Y eso?

—Pos se enojó porque no le quise recoger la leche.

—¿Otra vez con agua?

—Otra vez con agua.

—Caray, Don Agustín no aprende.

—Ni aprenderá patrón, se me hace que ya es maña, está perdiendo más con no entregarla, que si la entregara sin agua.

Mi papá nomás movió la cabeza y se regresó para cerrar la puerta del corral.

—Quiubo, ¿quieres ir? –me preguntó.-

—¡Sí apá! –contesté emocionado.

—Pues súbase corriendo, de pasada le avisamos a su abuela que me lo llevo.

No me dijo dos veces, me trepé a la camioneta de un salto mientras el corazón me brincaba de alegría, y es que ir a trabajar con mi papá, hacer lo que hacía, trabajar a su lado, me llenaba de orgullo y satisfacción.

Mucha gente le tenía miedo a mi papá, no porque fuera mala persona, sino porque mucha gente no estaba acostumbrada a escuchar las cosas de tajo, como son, sin adornos, mi papá era neta, duro, directo, como el campo mismo, como el desierto, no es un lugar fácil para vivir, es duro, muy duro, pero a la vez asombroso, lleno de enseñanzas que solo el que tiene ojos en el alma lo puede ver.

Pero así como mi padre era fuerte, duro, seco, tenía una nobleza y un corazón de oro, que he visto en pocas personas en mi vida, veo mi mano derecha y me sobran dedos para contarlas.

Mi padre era como el desierto, que te curte, que te forja, que te enseña a sobrevivir, siempre y cuando estés dispuesto a hacerlo.

 

Litros de a litro.

Cuando llegamos a la planta recolectora, Mateo se acomodó en la fila para entrar, mi padre abrió la puerta y caminó al despacho, yo intenté seguirlo pero mateo me hizo una seña de que no fuera, me quedé dentro de la cabina y vi a mi padre alejarse.

—Cuando mi chamaco esté así como tú, me lo voy a traer para que vaya aprendiendo el oficio –me dijo Mateo.

—¿Cuántos años tiene? –pregunté.

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—Apenas tres, pero es bien vivo, ya agarra el pesa leche y lo quiere usar, el otro día agarró uno y lo quebró, tuve que comprar otro para reponerlo

—¿Y no se cortó?

—Nombre, te digo que es bien vivo, lo quebró porque se lo aventó al perro del vecino que entró a la casa a orinarse en las flores de mi amá.

Mateo y yo soltamos la carcajada, después de eso, él siguió hablando de su hijo, sus ojos miraban al infinito y se veía lo orgulloso que estaba de su chamaco, al verlo me preguntaba a mí mismo si mi papá alguna vez había hablado de mí con alguna otra persona de esa manera.

—¡Entras Mateo! –se escuchó la voz de mi papá al fondo del recibo.

Mateo comenzó a echarse en reversa “espejeando” por los retrovisores, yo me asomé por el vidrios de atrás y vi entre las redilas de madera a mi padre encima de la tarima del recibo de leche, y ahora el que se sintió orgulloso fui yo, ese hombre era mi papá.

¡Mátenme por piedad!

Los domingos mi papá no se levantaba en la madrugada, le tocaba a Simeón ir a entregar la leche con Mateo, ese día mi papá lo tenía reservado para nosotros, para la familia.

Un mes después de aquel viaje con mi papá y Mateo, precisamente un domingo, tocaron a la puerta tan fuerte que parecía que la iban a tumbar, yo brinqué en la cama del susto mientras los perros ladraban como si hubieran visto al diablo.

—¡Don Roberto, Don Roberto! –gritaban afuera de la casa desesperadamente.

De inmediato reconocí la voz de Simeón, pero jamás lo había escuchado tan alterado.

Mi padre quitó la tranca y abrió la puerta.

—¿Pos que pasó Simeón?, ¿Qué traes que casi tumbas la puerta? –dijo mi padre.

—Patrón, patrón, una desgracia, una desgracia jefe.

—¿Pos que pasó?, ¡suéltala Simeón que asustas más!

—Ande jefe, súbase a la troca y vámonos a la casa de Mateo, una tragedia jefe.

—Pos dime que pasó Simeón.

—Jefe, aquí no jefe, confíe en mi patrón.

Simeón nos volteó a ver y no quería seguir hablando, nomás le hizo una seña a mi papá con la cabeza, yo entendí algo así como “que no escuchen ellos”, cosa que entendió mi papá.

—Pérame, deja me pongo las botas –dijo mi padre.

Cuando volteó, la abuela le tenía la camisa y las tías las botas a un lado, se terminó de vestir en un par de segundos y salió corriendo.

Yo ni pedí permiso, me subí a la caja de la camioneta y me escondí acostado, no iba a dejar que mi papá se fuera solo, claro que confiaba en Simeón y en Mateo, pero uno nunca sabe.

No sé cuántas veces me rebotó la cabeza en la caja de la camioneta,  pero de que pasamos bordos, baches y cuestas como si nada, las pasamos.

Curioso, en ese corto trayecto, recordé lo que la abuela Licha había dicho esa noche antes de irnos a dormir:

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—Mira qué raro están ladrando y aullando los perros, es como si presintieran algo.

—Ay mamá, no le haga, que Dios nos agarre confesados –dijo la tía Inés.

—Pos a mí ya se me puso la piel chinita –dijo la tía Tere mostrando su brazo.

Todavía no llegábamos, y ya se escuchaban los gritos de la gente, llantos, pero entre todos, alcancé a distinguir una voz, un grito desgarrador, el llanto de un hombre, el llanto de Mateo.

—¡Teoooo , Teoooo, mijito, no Dios por favor ¡…¡Perdóname hijito, perdóname mi niño chulo!

La piel se me erizó al escucharlo, escuché como bajo mi padre y Simeón, entonces me incorporé para asomarme.

—¡Mateo, Mateo!, ¿Qué pasó muchacho? –se escuchó la fuerte voz de mi padre.

Que acá entre nos, yo lo escuché quebrado, diferente.

Mateo estaba hincado en el suelo con su pequeño en los brazos, inerte, como un muñequito de trapo, lleno de tierra.

Al escuchar a mi padre, Mateo se fue de rodillas hasta donde estaba mi papá levantando polvo con los pies.

—¡Máteme patrón, máteme por favor, máteme por piedad, se lo ruego, de hombre a hombre se lo pido, máteme como a un perro, máteme que maté a mi niño!

Mi padre solo apretaba la mandíbula y yo veía como le rodaban las lágrimas, pero nomás, en su rostro no se veía otra cosa, pero sus ojos, su mirada lo delataba.

Esa madrugada Mateo se levantó para ir a recoger la leche, encendió la camioneta de redilas para calentarla, luego entró a la casa para llenar la bolsa de agua para la jornada.

Subió a la camioneta, se echó en reversa, y sintió que había brincado por encima de algo, se iba ir, pero se le hizo raro, se detuvo, prendió  las luces, entonces alcanzó a ver la pelota amarilla que le acababa de comprar a su pequeño Teo, luego, vino la pesadilla, a un lado de la pelota el cuerpecito de su amado niño que quién sabe cómo se había salido a esas horas de la madrugada por su pelota.

Tres noches después, en la cena mi padre dijo.

—Mañana regresa a trabajar Mateo.

—¿Tan pronto? –preguntó la tía Tere asombrada.

—Pobre Mateo, acaba de perder a un hijo, ¿y ya lo vas a poner a trabajar? –cuestionó la tía Inés.

—No, no lo voy a poner a trabajar, lo voy a poner a que se ocupe, a que olvide, aunque sea un rato nomás.

—Pos que cruel hermano –dijo la tía Tere.

—Cruel sería abandonarlo a su suerte, dejarlo que se consuma, que se vaya apagando y queden cenizas de lo que era, no hermana, el hombre tiene que aprender a salir del pozo, aunque sea jalándose solo de las greñas.

Esa noche aprendí que hay que darse un tiempo para el duelo, para llorar y luego volverle a meter a la vida, porque pa eso estamos…. ¿Qué no?

 

¡Hasta el próximo  Sábado!

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