Dra. Alexis Schreck
¡Oh polvo, angustia esparcida!
¡Llanto que en mis huesos llevo!
Pensando en ti, ya me atrevo
a no sentirme en la vida.
Me estoy soñando perdida
en tus hambrientas arenas;
mientras mi carne condenas
y consumes mi figura,
ya somos lo que perdura:
la materia sin cadenas (Polvo, 1949).
Guadalupe -Pita- Amor, poetisa mexicana, representa, en el área de las letras, a un puñado de mujeres artistas que lograron rasgar el imaginario femenino de principios y mediados del siglo pasado en México, para aparecer con la fuerza de esa transgresión en los más valorados escenarios del país. Pero la “Undécima musa”, como fue nombrada (la décima fue Sor Juana Inés de la Cruz, después de Caliope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore, Urania), no estaba exenta de dolor y sufrimiento, y pasó sus últimos años blandiendo quijotescamente el bastón de la psicosis contra enemigos “delusionados” (Little, 1958), mientras añoraba grandezas abismales.
A través de su poesía podemos observar cómo en la estructura psicótica, en la locura, se ha roto la posibilidad metafórica como función simbolizante. La psicosis aparece como agujero, como falta a nivel del significante, donde el discurso es el propio cuerpo, un cuerpo en ruptura. Es el efecto de la no interdicción de un tercero en la diada hijo-madre, falta de Ley, dando en Pita, como resultado, una lucha no mediatizada, erótica o agresiva, que materializa su condición de ser abominable en todo acto, palabra o imagen (Guzmán, 2018). Queda sólo la sustitución significante, que en la palabra escrita, en su poesía, permite obturar, aunque sea por un instante, el hueco, ese vacío que se siente en el cuerpo, no en la dimensión trágica del sujeto historizado, sino como el agujero desde lo Real que se vive como una angustia innombrable en el cuerpo no significado. Es un vacío vacío. Se trata de un asunto incomprensible, como cualquier discurso agujereado. Esto es la psicosis. Como tal un desconocimiento del sujeto de lo Inconsciente. En la poesía de Pita Amor la metáfora se pierde para hacer aparecer la crudeza de lo Real.
Yo me acostumbré a ver a Pita desde pequeña, en los años 70’s y 80’s. Ambas vivíamos en la Zona Rosa de la Ciudad de México, colonia emblemática por estar colmada de galerías de arte, restaurantes, joyerías y boutiques. Ella ya era una mujer muy mayor, yo una niña. Sus vestidos con los colores del pavo real, los dedos ya garras cuajadas de anillos con gemas como dulces, y decenas de collares colgando a capricho de su cuello. Tan maquillada que por momentos parecía una burla de sí misma, las mejillas intensamente rosas y los párpados verdes, verdes; Pita se disfrazaba de Pita, así devenía existente. (Ella diría en la entrevista con Cristina Pacheco: “Guadalupe Amor no es realidad, Guadalupe Amor no existe; es un mito inventado por ella misma”). Se distinguía además por usar un rizo sobre la frente, y un tocado con flores de seda marchita cual corona. Con su bastón nos perseguía a mí y a mis amigas que siempre la mirábamos asombradas, gritándonos algún insulto como “escuinclas malcriadas, ¡sáquense de aquí!”.
Luego me la encontraba al entrar yo a la galería de arte de mi mamá, conversando con la señora que la atendía. A veces se portaba encantadora, pues no me reconocía, y me vendía sus décimas por 50 pesos de los de entonces. Tomaba un papel y con toda sagacidad me escribía rápidamente un poema, firmándolo con su nombre.
El resto del tiempo ella me asustaba, me asombraba, me inquietaba… La veía seguido, caminando por la calle mientras hablaba sola, echando la bronca a los fantasmas que proyectaba sobre los transeúntes, o simplemente al aire. La vi abrirse de piernas para soltar un chorro de orina con gran orgullo, ahí, en plena banqueta. La vi lavarse los dientes en la calle, lo que me parecía sorprendente pues implicaba cargar con ella el cepillo y la pasta. Pero lo que más me llamó la atención de ella fue un día en especial, quizás fue esta la primera vez que la noté. Estaba en medio de la calle de Hamburgo, deteniendo todo el tránsito vehicular, dando vueltas sobre su propio eje mirando al piso, buscando una moneda que seguramente no existía. Recuerdo haberle preguntado a mi mamá que quién era ella. “Es una poetisa muy famosa, llamada Pita Amor, que perdió un hijo hace muchos años y quedó mal de su mente.” Buscar una moneda que no existe… Ahora sé que esa moneda que Pita buscaba la había perdido muchísimos años antes, cuando era una niña que hacía su primera comunión. Su moneda de oro, regalo de su padre. La literalidad del acto psicótico. Yo lo metaforizo como la falta que busca el ensalmo a destiempo, como ese unicornio que guía nuestros caminos delirantes. Escribiendo este trabajo me pregunto si fue Pita mi unicornio, si no estudié todo lo que estudié para tratar de entender el amor y el dolor y la locura de aquella poetisa que yo espiaba tras las esquinas de las calles de la Zona Rosa.
Guadalupe Amor nació el de 30 de mayo de 1918 (ella mentía que en 1920) como la hija menor de la familia de alcurnia Amor Schmidtlein. Los Amor eran una familia de rancio abolengo que fue perseguida por la revolución mexicana y la reforma agraria, y que debió mudarse a la capital desde el estado de Morelos a principios de siglo, cargando preciosísimos objetos y obras de arte, y un ejercito de servidumbre doméstica que, de no haber acompañado a la familia Amor, hubiesen quedado sin trabajo. Así fue cómo esta familia de emblemático apellido pero drásticamente venida a menos se asentó en la Ciudad de México, visitando con frecuencia las casas de empeño para poder subsistir.
Pita era la séptima y última hija. Destinada a llevar la ropa usada de sus hermanas mayores y a envidiar las casas modernas y las institutrices inglesas de sus amiguitos, nunca se pudo despojar del sentimiento de ser, como la misma Pita decía, de una “familia de gran abolengo.” Su tía materna continuaba perteneciendo a la alta sociedad madrileña, y sobre ello Pita escribiría que de grande ella también tendría perlas, diademas de brillantes y mucho más.
Su prima (la mamá de la periodista Elena Poniatowska) se casó con un príncipe polaco, Jean Poniatowski y Pita hacía cálculos de cuántos familiares tendrían que morir -los mataba en la imaginación, dice ella – para poder llegar a ser ella la heredera del trono polaco. Escribe: “De repente sentía remordimiento y deseaba resucitar a los Poniatowski. Pero ya estaban muertos y me dormía antes de lograr revivirlos” (Amor, P., 1957).
Escribe su biógrafo Michael Karl Schuessler (1995): “Era tan fuerte en sus pocos años el delirio de grandeza que, desde la profundidad de su ignorancia, empezó a fabricar un tumulto de aristócratas fantasmas, aprisionándola en un mundo seductor de añejas inutilidades.”
Pita fue una niña hermosa, cuyo temperamento rebasaba por mucho su pequeña estatura. Imposible de domar, esta pequeña pero berrinchuda niña representaba un reto para su madre, quien no podía siquiera cargarla. Pita era “como un bloque de granito que aplastaba con su sola presencia. Era tan voraz y exigente, que no le bastaba un rato de cariño; quería estar el día completo sobre las piernas de su madre, y hablarle sin tregua, y pedirle que contestase siempre, y seguirla por toda la casa, indagando cada uno de sus movimientos” (Schuessler, 1995).
La madre, que tenía una devoción absoluta hacia su esposo, seis hijos más, múltiples sirvientes, una casa con 40 habitaciones y serios problemas económicos, se sentía devorada y desangrada por esta niña que no cesaba de llorar. Pita siempre pretendía permanecer adherida a su madre, sin posibilidad de tregua, demora, alteridad… (Guzman 2018). La madre muere en 1946.
“Mi madre me dio la vida
y yo a mi madre maté.
De penas la aniquilé.
Mi madre ya está dormida,
yo estoy viva y dividida.
Mi crimen sola lo sé.
Llevo su muerte escondida
en mi memoria remota.
¡Ay qué sanguinaria nota!”
Los atardeceres presentaban nuevos retos para la familia pues Pita temía a la noche. Su ansiedad desembocaba “en un ataque de convulsiones, llantos y gritos desesperados.” Sólo lograba dormir cuando el cansancio se apoderaba de ella.
Pita adoraba a su papá, quien era ya un anciano al ser 20 años mayor que la madre dado que este era su segundo matrimonio. En su biografía “Yo soy mi casa” (1957), la poetisa cuenta cómo en las noches dejaba su cama y atravesaba las múltiples y oscuras habitaciones de su casa “como guiada por un impulso superior, por un mandato divino… acercarme al retrato de mi padre que estaba sobre el librero de cristales, y que ahora quedaba frente a mí. Cuando me acercaba al retrato en medio de la noche sin esperanzas, la angustia sola era mi atmósfera. Designios superiores me obligaban a besar la fotografía de mi padre. Al instante me tranquilizaba. Súbitamente, una calma rara invadía mi torturado espíritu. Ya estaba cumplido el mandato fatal.” Este “mandato fatal” del que Pita no podía sustraerse manifestaba la ajenidad y extrañeza ante un deseo que no podía aparecer como propio (Guzmán 2018), de nuevo negando al sujeto del inconsciente. Emmanuel Amor murió a los 76 años siendo Pita una niña.
Era tan bonita aún de pequeña que la novia de su hermano Ignacio, Carmen Amor, la fotografió desnuda sobre una jardinera de violetas. De ese hecho, escribe Pita “nació mi afición a los espejos, a mis retratos, en una palabra, a mi narcisismo, raíz de vanidad.” Siempre atrajo el interés de grandes pintores mexicanos como Diego Rivera, Raul Anguiano y Juan Soriano quienes la retrataban tanto vestida como desnuda. Desde la infancia, Pita también cultivaba una obsesión por su propia cara y sus grandes ojos claros.
“Mis grandes ojos cambiantes como la atmósfera, llenos de divinidad y en donde a veces centelleaba el infierno. Mis ojos de larguísimas pestañas que no lograban dar sombra a mi rostro siempre asombrado. Mis ojos en donde cabía la luna, los cien vestidos de Conchis (su muñequita de plástico), el rostro austero de mi madre. Mis ojos en los que una brizna de polvo hizo que yo sintiera el deseo de arrancármelos, de extirparlos de sus órbitas, por las molestias que me causaban. Mis ojos que cuando se cerraban uníanse a mi cerebro para fabricar dragones, hadas, tornasoles y sirenas escamadas de diamantes. Mis ojos siempre alertas y en donde la noche se volcaba hasta alcanzar lo infinito. Mis ojos rojos por el llanto incubado en soledad. Mis ojos cansados por el insomnio y la tristeza… Mis ojos, mis ojos infinitos sentenciados a tener fin terrestre. Mis ojos, mis ojos. ¿Por qué mis ojos?, ¿por qué mis ojos?, ¿para qué mis ojos y de dónde venían?, ¿hacia dónde iban mis ojos? ¡Siempre mis ojos!”
Desde chica Pita comenzó primero a cantar desafinadamente, para después declamar y comenzar a escribir poesía en la adolescencia. Fue su forma de enfrentar sus miedos y su sufrimiento.
“¡Qué manera de sufrir la mía!, ¡qué modo más obstinado, obsesionante y monótono de abismarme en las turbaciones alucinadas de este cerebro mío! Cuántas veces en el costurero mi madre exasperóse al sentir del todo inútiles los regaños, amenazas y razonamientos. Cuántas veces la irrité hasta hacerla decir: ‘Le pido a Dios que te mueras muy pronto por lo mala que eres…’ Y yo entonces, más enloquecida y absolutamente hechizada por mis nervios, reanudaba mis desorbitados actos circenses, deseosa de atraer la atención aunque fuera con ignominiosas histerias. ¿Pero qué sabía yo de mi propio y confuso ser? Mi memoria era a tal grado desigual, que del mismo modo que recordaba humillantes acontecimientos pasados podía, después de dormir unos cuantos minutos, olvidar mis periódicas escenas de locura.”
Y nació la poetisa, quien tuvo su primera publicación a los 27 años llamada “Yo soy mi casa” (su biografía posterior se llama igual) que Alfonso Reyes defendió diciendo “¡Silencio! Y nada de comparaciones odiosas. Aquí se trata de un caso mitológico.”
Su poesía retrataba su angustia, su locura y sus miedos más reales, como su temor a la oscuridad y a la muerte. Con rimas asonantes y consonantes y formas clásicas como las décimas, los sonetos y las liras, se cuestionaba su creencia en Dios, planteaba dudas ontológicas, metafísicas y hasta surrealistas, como en el poemario Polvo, preferido de Frida Kahlo y Diego Rivera.
Pita, atrapada en un personaje que ella creó, quedó totalmente abocada a su arte, y no cejaría de escribir sus décimas hasta regodearse en el reconocimiento y la fama que tanto anheló. “A mí no me cuesta trabajo escribir, lo que me cuesta es vivir.”
Declamaba aquí y allá con voz imponente ante la más mínima motivación, y logró ser ampliamente reconocida tanto en México como en el extranjero. Pero también por sus escándalos, pues tenía un humor negro, mordaz y cáustico, y una forma descarada y presumida de manejarse socialmente. Cuentan que llegó incluso a desnudarse en público, y que tenía múltiples amantes, tanto hombres como mujeres. Uno de sus amantes, un ganadero español, se hacía cargo de ella económicamente pero la dejó de ver en el momento que ella quedó embarazada de un joven abogado.
Habiéndose generado un aborto anterior, decidió que a los 38 años sí llevaría este embarazo a cabo. Con anticipación Pita se instaló en una clínica pues su embarazo le produjo una profunda crisis nerviosa, así como la cesárea que la hacía sentir “perforada, agujereada”. La hermana mayor, Carito, se hizo cargo de su hijo Manuel, pues Pita tenía miedo/deseo de matarlo, mientras que otra hermana aceptó a Pita en su casa al ser dada de alta del hospital psiquiátrico. Pita quema y regala todas sus pertenencias y borra su pasado. Pero la desgracia se acentúa al morir Manuel al año y siete meses de edad, en 1961, ahogado en una pileta con agua de la casa de Carito.
“Maté yo a mi hijo, bien mío
lo maté al darle la vida
la luna estaba en huida
mi vientre estaba vacío.
Mi pulso destituido
mi sangre invertida
mi conciencia dividida.
Era infernal mi extravío
y me planteé tal dilema
es de teología el tema.
Si a mi hijo hubiera evitado
ya era bestial mi pecado.
Pero yo no lo evité:
vida le di y lo maté”.
Pita pasa casi una década sin publicar nada, siendo poco vista u oída. Vive sola, en un departamento, y es auxiliada económicamente por algunos familiares y amigos. En 1972 vuelve a emerger, a dar recitales, sin jamás volver a mencionar su pasado ni la muerte de su hijo. Aún más extravagante y temperamental, invadía las calles de la Zona Rosa, con su memoria prodigiosa pero su creatividad deteriorada. Ahí fue cuando yo la conocí. Ególatra y déspota solía espetarle al taxista o al vendedor de lotería: “¡Es usted positivamente odioso, indio rabón inmundo, nariz de mango! ¡Nació criado, es criado, y morirá criado!” Mientras que a las asistentas del hogar las asestaba con el bastón: “¡Baila criada patarrajada, india traidora, hija de zanate!”
Margaret Little explica que en los pacientes con psicosis se puede dilucidar que “durante la infancia, han sido muy tempranamente o muy extensamente afectadas por el dolor, ya sea psíquica o corporalmente, con una inclinación hacia el odio en la ambivalencia y desarrollo del caos, se puede ver la base de rasgos de ideologías menos atractivas, de lucha de clases y conflictos raciales (Little, 1958, p. 147).
Dice Pita: “En mi mente se agolpan mis ideas en una forma diabólica y alarmante. En mi mente no cabe el caos. Tengo una mente matemática, y organizada. Pero curiosamente, siendo mi pensamiento así de ordenado, las convulsiones, las circunvoluciones, los estremecimientos de mi sangre, son opuestos a la lucidez de mi entendimiento. Por eso tal vez logro en algún soneto, o en veinte, mezclar en una forma perfecta, mi infernal mecanismo sanguíneo, con mi diáfano pensamiento. Yo no conozco la fatiga. No conozco el cansancio. Conozco sin fin el abatimiento. Conozco sin fin la nostalgia y la melancolía.”
Si pensamos a Pita desde Freud, diríamos que la representación cosa queda desligada de la representación palabra en su función simbólica. Darien Leader, al explicar la melancolía, opina que la función de la poesía es encontrar palabras para decir ahí, cómo es que fallan las palabras, cómo resulta imposible el tránsito de la representación cosa a la representación palabra. La poesía de Pita es la cosa ahí. Cuando le preguntaban sobre el significado oculto de sus poemas contestaba “Yo no escribo ni en metáforas ni en parábolas.”
“Nunca he ‘redactado’ nada. Yo no redacto; me abro las venas y aparentemente escribo con tinta, pero es con sangre. Y en esto soy milagrosa porque a pesar de haber gastado y gastado tanta sangre en tantos escritos baldíos, todavía la siento como manantial intermitente adentro de mi sentenciado cuerpo.”
El acto de escribir es una hemorragia, un goce…
”Mi locura es portentosa mi locura es de espejismos, mi vida de cataclismos y es de locura la rosa y la alada mariposa y mis pensamientos mismos… Es de platino mi mente y mi locura ascendente.”
El lunes 8 de mayo del 2000 Guadalupe Amor dejó de existir víctima de una letal pulmonía a los 82 años. Acerca de su muerte ella declamaría a viva voz:
“Qué todo morirá cuando yo muera… ¡Imposible pensar de otra manera!”
Polvo (1949)
Yo nací al nivel del suelo,
pero me estaba elevando.
mi ser se fue sublimando
y quiso aferrarse al cielo.
mas tuve angustioso duelo
cuando supe que, subiendo,
al paso que iba ascendiendo,
un triste hueco dejaba,
y una visión se forjaba:
no subo…
¡me estoy hundiendo!
Letanía de mis Defectos
Soy vanidosa, déspota, blasfema;
soberbia, altiva, ingrata, desdeñosa;
pero conservo aún la tez de rosa.
La lumbre del infierno a mí me quema.
Es de cristal cortado mi sistema.
Soy ególatra, fría, tumultuosa.
Me quiebro como frágil mariposa.
Yo misma he construido mi anatema.
Soy perversa, malvada, vengativa.
Es prestada mi sangre y fugitiva.
Mis pensamientos son muy taciturnos.
Mis sueños de pecado son nocturnos.
Soy histérica, loca, desquiciada;
pero a la eternidad ya sentenciada (1987).
Me Doctoré
Me doctoré en masoquismos,
también en jurisprudencia.
Me doctoré en la alta ciencia
de fabricar silogismos
y de inventar espejismos.
Me doctoré en la vehemencia
de saber que la conciencia
sólo acelera los sismos.
Me doctoré en teología
también en melancolía.
Me doctoré en letras muertas
también en ciencias inciertas.
Me doctoré en el amor
lo practiqué en Do mayor.
Bibliografía
Amor, P. (2013). Poesía Imprescindible. México: Terracota. (Contiene Yo soy mi casa (1946), Puerta obstinada (1948), Círculo de angustia (1948), Polvo (1949), Más allá de lo oscuro (1951), Décimas a Dios (1953), Otro libro de amor (1955), sirviéndole a Dios de hoguera (1958).
Amor, P. (1957). Yo soy mi casa (novela autobiográfica). México: FCE.
Amor, P. (1990). Liras. Edición de la autora.
Guzmán, Ivonne (2018). Comunicación personal.
Schuessler, M.K. (1995 y la nueva edición de 2018, conmemorativa de su centenario). La Undécima musa: Guadalupe Amor. México: Diana.
Sepulveda Amor, E. (2018) Documental: a la eternidad sentenciada. Cine Tonalá. 30 de mayo 2018.
Conversación personal con Eduardo Sepulveda Amor.
Poniatowska, E. (2000). Las siete cabritas. México: Era.
Múltiples escritos de Elena Poniatowska publicados en distintos medios.
Leader, D. (2009). The News Black. London: Penguin books.