En aquellos días, todo era distinto…
El sonido de la vajilla chocando contra los cubiertos…
Los perros ladrando en el jardín…
Las risas de mi padre conversando con el tío Facundo, mientras mis tías Yolanda y Lupe ríen a carcajadas los chistes de mi madrina.
Mi madrina Josefina nunca faltaba en aquellas comidas dominicales. Era el alma de la fiesta.
Tampoco podía faltar el vecino, Fermín, con su esposa y su hijo Federico. Ellos vivían a un lado y el olor a cecina enchilada parece que los hipnotizaba.
Toda la familia de mi mamá se repartía los platillos. Y la de mi papá las bebidas y los postres.
Yo me encargaba de acomodar los cubiertos, como me enseñó la abuela.
Cuando todos estábamos sentados en la mesa, mi mamá y mi tía Agustina llegaban con las enormes cazuelas rebosantes de comida.
Recuerdo que en una ocasión, mi mamá me dio un manotazo porque intenté sacar un chile relleno con los dedos: “¡No seas desesperada, niña!”, me gritó.
Se me hizo injusto porque mi hermano Pablo tomó un par de tortillas y se las comió antes de que llegara la comida.
Bueno… la verdad es que nadie lo vio. Sólo yo. Y no lo acusé porque lo quería mucho.
Entre risas y anécdotas, nos pasábamos casi dos horas comiendo.
Era increíble ver a toda la familia junta, feliz y poniéndose al día de lo que había sucedido durante la semana.
Jamás vimos la televisión, ni existían los teléfonos celulares…
En ese entonces, la plática de los mayores era tan entretenida, que durante esas dos horas mi hermano y yo nos quedábamos callados, fascinados con lo que todos platicaban.
Muchos años yo seguí esa misma costumbre, durante toda la semana, con mi propia familia. Hasta que los niños crecieron y aparecieron los celulares en la mesa…
Hasta que la rapidez de la vida actual nos robó esa hora, donde el ruido de los platos y los cubiertos era el acompañamiento perfecto de un momento familiar.
Me imagino que esta historia nos suena familiar a muchos. Sobre todo para aquellos que son papás o mamás. Es un relato, como hay muchos en la historia personal de cada quien.
¿Recuerdan cuándo fue la última vez que se reunieron para comer juntos?
¿Cuándo desayunaste con tus hijos, con tu pareja? ¿Cuándo comieron todos al mismo tiempo, sin ver la televisión o sin estar revisando el teléfono celular?
Este hábito de comer en familia se ha perdido a través de los años…
Los papás y las mamás siempre salen corriendo al trabajo. Si tienen suerte y pueden desayunar, lo hacen rapidísimo y casi por necesidad, no disfrutando el momento.
Las mujeres que son amas de casa viven apuradas por servir el desayuno a los niños y cuidar que lleguen temprano a la escuela, planchando uniformes, terminando de acomodar el lunch, etc. Y rara vez se toman un minuto para sentarse en la mesa.
Y ni hablar de la hora de la comida. Porque cuando los niños crecen y se convierten en adolescentes, díganme si les vemos las caras durante el día.
El desayuno se ha vuelto una costumbre en solitario. A veces ni se realiza cuando se vive solo, o se toma en el carro de camino al trabajo, en la oficina, en donde se puede.
Pero aunque no lo crean, fomentar las comidas familiares ayuda a muchos factores…
Un estudio realizado por la Universidad de Minnesota, en adolescentes, demostró que aquellos que comen en familia, desayunan más seguido, comen más fruta y son menos propensos a la depresión y el sobrepeso.
Este hábito también contribuye a una buena educación social, porque se refuerzan los modales en la mesa, se respetan horarios de comida y se establece que no es correcto levantarse antes para ir a jugar o ver la televisión.
También se fomentan hábitos de higiene, porque parte de la rutina de comer juntos implica lavarse las manos antes de consumir los alimentos y lavarse los dientes al terminar de comer.
Se aprenden hábitos de cooperación, pues aunque no todos participen en la preparación de la comida, pueden ayudar a poner la mesa, preparar la ensalada o lavar los platos al final.
Otro estudio de la Universidad de Illinois, señaló que los niños y adolescentes que comparten el momento de la comida con su familia son 12% menos propensos a tener sobrepeso, tienen un 35% menos riegos de padecer algún desorden alimenticio y, finalmente, tienen 24% más posibilidad de consumir alimentos saludables.
Pero yo creo que, además de estos estudios, está la razón más poderosa por la cual comer en familia es algo que no debemos olvidar ni dejar de hacer: Compartir una comida fortalece los lazos familiares, porque son momentos del día en los que podemos pasar tiempo con las personas que más amamos.
Y ahora les pregunto…
¿Cuándo se vieron a los ojos y platicaron de sus cosas, de lo que les pasó en el día?
¿Cuándo comiste con tu pareja, con tus hijos, con tus papás?
¿Cuándo te vas a dar la oportunidad de volver a experimentar una comida en familia?