El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha reconocido a la milenaria Jerusalén como capital de Israel y ha ordenado un plan para trasladar ahí su Embajada.
Aunque la mudanza de la sede diplomática tardará años y puede que nunca se materialice, la proclamación rompe con cualquier intento de neutralidad y abre un ciclo sombrío para las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos.
“Estamos aceptando lo obvio. Israel es una nación soberana y Jerusalén es la sede de su Gobierno, Parlamento y Tribunal Supremo”, sentenció Trump.
El presidente ha vuelto a actuar en solitario: Europa, China, las grandes potencias musulmanas e incluso el Papa han alertado del volcán que está a punto de entrar en erupción. “Hago un fuerte llamamiento para que todos respeten el statu quo de la ciudad, de conformidad con las resoluciones pertinentes de la ONU”, declaró el Papa Francisco.
El reconocimiento alcanza la médula de las relaciones palestino-israelíes. Jerusalén no es solo una ciudad o una capital. Se trata de un símbolo. Un lugar marcado por la historia, lleno de grietas por siglos de luchas y ocupaciones hasta formar un rompecabezas que nadie ha logrado resolver.
Con información de El País