Defender derechos humanos en América Latina se ha convertido en una actividad de alto riesgo. Organizaciones civiles internacionales han identificado a la región como la más peligrosa del planeta para quienes defienden causas sociales, ambientales y comunitarias, una realidad marcada por amenazas constantes, criminalización y asesinatos que rara vez se castigan.
Los activistas ambientales se encuentran entre los grupos más vulnerables. En territorios donde confluyen intereses económicos, crimen organizado y autoridades coludidas o ausentes, proteger el agua, la tierra o los bosques se traduce en persecución, desplazamiento forzado o muerte. La defensa del medio ambiente se ha convertido, de facto, en una sentencia no escrita.
El problema no es solo la violencia directa, sino la impunidad estructural. La mayoría de los ataques contra defensores no se investigan a fondo, no se resuelven y no generan consecuencias para los responsables. Esta ausencia de justicia envía un mensaje claro: agredir a un activista no tiene costo.
México forma parte de este mapa rojo. Pese a contar con mecanismos oficiales de protección, la realidad demuestra que son insuficientes, tardíos o meramente administrativos. Las alertas se emiten cuando el daño ya está hecho y las medidas llegan tarde o no llegan.
La criminalización es otra forma de agresión. Activistas acusados de delitos fabricados, detenidos arbitrariamente o sometidos a procesos judiciales interminables forman parte de una estrategia silenciosa para desgastar y silenciar voces incómodas. Defender derechos se convierte así en un riesgo legal, económico y personal.
Esta situación tiene consecuencias profundas para la democracia. Cuando quienes denuncian abusos son perseguidos y quienes los atacan gozan de protección, el Estado de derecho se vacía de contenido. La violencia contra defensores no es un fenómeno aislado, es un síntoma de instituciones debilitadas y de un poder que tolera o encubre la represión.
América Latina no enfrenta solo una crisis de derechos humanos. Enfrenta una crisis de valentía institucional. Mientras no se garantice la protección real de quienes defienden causas colectivas, el mensaje seguirá siendo brutal: alzar la voz puede costar la vida.

