Otra vez nos encontramos entrando a un nuevo año haciendo el recuento de lo bueno y malo, los acontecimientos: propios, ajenos, nacionales, mundiales… ¡qué cosa! Me interesa pensar en cómo usa cada quien su tasa medidora, cómo cada quien siente su vaso, si medio vacío o medio lleno, cómo a cada quien se le instaura la nostalgia o la esperanza, los miedos y los anhelos.
Igual y lo anterior tiene que ver con cómo nos proponemos las cosas, cómo nos vemos y nos entendemos con respecto a nuestras propias vidas y su transcurrir. Una coach a la que sigo en medios sociales dice que todos, aunque más específicamente las mujeres, tendemos a medir nuestra vida en propósitos, en metas, basándonos en el “deber ser”.
Nos proponemos hacer ejercicio, ponernos a dieta, incrementar nuestros ingresos en un “x” por ciento, leer tal libro que hemos dejado en el buró todo el año y nos genera culpa, y un largo etcéteras. Cada año que entra es el año de «ahora sí», ahora sí voy a hacer esto o aquello, ahora sí voy a cumplir los propósitos del año pasado…
¿Qué pasa? Lo vemos muy claro: los “nuevos propósitos” son aquellos que en enero abarrotan los gimnasios, con todo el “kit” de deportistas en un arranque intempestivo e intenso. Pretenden adelgazar con sus ayunos, o jugos, o atascándose de lechugas. Dejan de fumar y de beber, y también de criticar. Mandan 400 currículos a todos los puestos de trabajo disponibles, se inscriben a clases de inglés y se compran “Historia Mínima de México”, y todos los libros de José Agustín, Julio Schrerer, Octavio Paz y Carlos Fuentes porque ya va siendo hora de entender qué nos pasó a los mexicanos que ahorita estamos como estamos.
Se meten a Tinder porque ahora sí se van a poner las pilas para encontrar una pareja, y quedan en cenar con los amigos el último jueves de cada mes, y con la familia todos los domingos prometiendo, de nuevo, no criticar. “prometo ahorrar el 10 por ciento de mi sueldo, convivir con mis hijos al menos media hora al día pero de calidad, ser más detallista con mi mujer”. En fin, una limpia total.
Resultados: A los cuatro días el cuerpo se truena por la falta de costumbre de hacer ejercicio, los dolores son insoportables. “Pues si ya dejé el gimnasio, retraso mi propósito de salud a febrero y dejo la dieta. Total que viene Reyes, La Candelaria y el cumpleaños de mi comadre, así que fumaré y beberé hasta nuevo aviso”.
Los libros se compran pero se quedan a un ladito de la cama, estorbando y empolvándose, y poco a poco todos los demás propósitos van perdiendo el lustre en aras de la comodidad y el confort de lo conocido.
Traemos una inercia. Es como un coche que va a cierta velocidad con una ruta determinada y le pides virar o detenerse. Es casi seguro que se voltee o se accidente. Es muy difícil cambiar de patrones y mucho más si deseamos cambiar todos a la vez. “Ya no quiero ser quien soy, quiero ser otro, corregido, perfecto, sin taras”.
El asunto este de reinventarse no está tan fácil, y menos si lo hacemos partiendo de que tenemos que deshacernos de todo lo “malo” que hay en nosotros para ser ese ideal de revista o de serie gringa que tiene todo en orden y bajo control. Claro que eso no se logra jamás, y si se logra es bajo mucho estrés, sacrificio y angustia.
Hay áreas de tu vida en las que debes renunciar a la perfección y el orden. A mí por ejemplo no se me da mucho lo doméstico. Si compro sartenes nuevos y veo que a los tres días están rallados, y el Tupperware quemado, y se rompieron tres vasos y, de los cinco litros que compré de cloro, ya sólo queda uno me pongo muy mal, así que esos asuntos los meto en el cajón del no-me-importa, como dice mi amiga Fernanda de la Torre.
Creo que es importante tener metas y proyectarnos al futuro, pero nunca olvidando lo fundamental de cada uno, lo que nos constituye esencialmente y que no es tan fácil de cambiar. Cuando tomaba clases de Tae Kwon Do a veces tenía que combatir contra otro señor enorme y yo le argüía a mi profesor que eso era injusto pues yo soy mujer y más bien chaparrita.
Mi sabio maestro me decía que el señor era grande y pesado y yo bajita y ligera, más rápida. Cada quien tenía que aprovechar sus particularidades como una ventaja, como una cualidad (me llegó a dar una patada que me dejó un moretón como un mes, pero de ahí no pasó).
Debemos ser más tolerantes con nosotros mismos, vernos con mejores ojos, y poder distinguir nuestras capacidades y virtudes y esas sí explotarlas al máximo, no sufrir porque no nos conformamos a los modelitos preestablecidos. La guerra de quién tiene más o quién es mejor nunca se puede ganar, y en el proceso nos desgastamos y nos perdemos a nosotros mismos.
Mejor preguntémonos qué es lo que verdaderamente nos gusta, qué disfrutamos, deseamos y nos genera placer y dejemos de estar tanto en el martirio.