Un remedio común para enfrentar los grandes males es reducirlos a porciones digeribles, atacar aspectos parciales para evitar que la magnitud del problema termine por agobiarnos. En teoría es una forma de facilitarnos la existencia, aunque en la práctica a veces está comprobado que “pensar en grande” es la única solución viable.
En términos de sátira social, ‘Pequeña gran vida’ (‘Downsizing’, d. Alexander Payne) hace justo eso: estudia un aspecto diminuto de la gran problemática que representa la presencia del ser humano en el mundo y analiza si sus minúsculos remedios parciales contribuyen a la gran causa. Lo interesante es descubrir que a veces estas microsoluciones generan a su vez otra serie de pequeños problemas, al punto de hacernos dudar de que haya una respuesta real al enigma sobre nuestra tendencia autodestructiva.
Paul Safranek (Matt Damon) es el hombre común que representa nuestro avatar en este gran panorama existencial. Desde el principio vemos su vocación por ayudar a los demás, tanto brindando cuidados a su madre enferma de fibromialgia como en su labor diaria en la que brinda terapia ocupacional a empleados de una gran corporación.
La vida de Paul es rutinaria y no parece llevarle a ningún lado. Su esposa Audrey (Kristen Wiig) también es presa de la frustración en una vivienda que le hace sentir infeliz y con un trabajo que le frustra. La solución llega de la mano de un curioso procedimiento científico que nos es revelado en los primeros minutos del filme: un proceso de miniaturización que reduce a seres humanos normales a menos de una décima de su tamaño.
La comunidad científica ha razonado respecto al problema de la polución y el hacinamiento con un ajuste “hacia abajo”, envuelto en lógica aparentemente innegable: con humanos de menor tamaño el mundo puede gozar de más disponibilidad en recursos naturales, menos contaminación ambiental y una economía más robusta… para los que se sometan al tratamiento, claro está. Las necesidades para mantener una población de tamaño ultracompacto son claremente mínimas, así que personas con un patrimonio muy modesto pueden vivir como millonarios en comunidades construidas “a su medida”.
Esta utopía es reflejada con toda la sutileza de un infomercial de medianoche: acompañamos a Paul y a Audrey a escuchar testimonios de viejos conocidos que optaron por esta solución. Vemos espectaculares presentaciones comerciales, visitas guiadas a las instalaciones y una gran variedad de procesos explicativos que nos dicen por qué volvernos pequeñitos es, antes que nada, una heroica solución en beneficio del planeta.
El matrimonio Safranek accede al procedimiento, pero al despertar de la incómoda fase de reducción Paul nota la ausencia de Audrey. Y no se trata de una simple confusión: ella le llama por teléfono para confesarle que se arrepintió de cambiar de tamaño en el último momento, así que todos los ambiciosos planes de vivir como millonarios retirados se convierten de súbito en un hombre encarando un proceso (irreversible, para su mala fortuna) de adaptación forzada.
El director Alexander Payne siempre se ha preocupado por hacer curiosos análisis de la psique del hombre promedio a través de películas que celebran los heroicos combates contra nuestras neurosis. Pero en esta ocasión parece haber perdido un poco la brújula en cuanto a la clase de historia que quiere contar. No le ayuda mucho el hecho de que todos los materiales promocionales parecen apuntar hacia una divertida comedia modernista, mientras que la trama real tiene tintes mucho más existenciales y oscuros.
Ejemplo de lo anterior son los personajes que rodean a Paul una vez que se encuentra solo y divorciado en un mundo diminuto. Su vecino Dusan (Christoph Waltz) es un despreocupado bon vivant que celebra ruidosas fiestas en el departamento de arriba, rodeado de una legión de pretenciosos intelectualoides, atractivas chicas con pinta de modelo y algo de “eurotrash” diversa. Dusan tiene una visión cínica del mundo, y le hace saber a su vecino rápidamente que estas nuevas comunidades “micro” a nivel global tienen una serie de necesidades por cubrir que respaldan la visión egoísta del capitalismo en su faceta más odiosa.
Por otra parte Paul conoce a la cara opuesta de la moneda en forma de la chica de la limpieza, Lan Tran (Hong Chau), una refugiada vietnamita que escapó el régimen tiránico de su país de origen donde los disidentes políticos y los revoltosos son sometidos de forma involuntaria al proceso de reducción, en contraste con el mundo occidental donde el motivo parece ser únicamente el de darse una buena vida. Lan Tran abre los ojos de Paul al mostrarle el complicado sistema de sustento humano que requiere la idílica comunidad donde vive para siquiera subsistir, recordándonos que el sistema de clases está por demás vigente en todas las soluciones sociales.
Quienes critican a ‘Pequeña gran vida’ se apoyan en la premisa de que la crítica social y los grandes dilemas que aquejan a nuestro mundo se adueñan de repente de una trama que parecía estar destinada al viaje espiritual de Paul, y no están nada equivocados. El carisma de actores como Waltz y Chau podría haberse aprovechado mejor utilizándoles como la virtual lucha entre demonio y ángel por la posesión de un alma indecisa, pero la historia de repente navega (literalmente) por un lejano fiordo en Noruega donde se revela una trágica realidad que resta mucho del impacto individual que podría provocarnos el destino de nuestro protagonista.
A final de cuentas la historia cae en algunos predecibles clichés, olvidándose casi del todo de lo que nos trajo a ella en primer lugar: la virtud de pensar en pequeño para solucionar un dilema grande. No es que el resultado final sea malo del todo, pero al enterarnos que Payne comenzó a trabajar en este proyecto en 2009 y que tuvo que abandonarlo después de resolver otros dos compromisos como director, podemos explicarnos cómo es que la película cambia de rumbo tan tajantemente.
¿Hay un juicio final para ‘Pequeña gran vida’? Quizá, pero es un poco descorazonador. En algún momento, el científico descubridor del proceso de reducción celular (Rolf Lassgård) se lamenta de que la especie humana, con toda su brillantez y conocimientos tecnológicos, esté enfrentando la extinción total tras escasos 200,000 años sobre la tierra, mientras que los cocodrilos llevan 200 millones de años sobreviviendo “con un cerebro del tamaño de una nuez”. Posiblemente eso explicaría el desempeño tan desigual que está logrando la película: intenta pensar demasiado cuando dejarse llevar por el instinto le hubiera beneficiado más.
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