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Hay un adagio que afirma que no es buena idea conocer en persona a quienes más admiramos. La lógica es que construimos auténticas leyendas en torno a ciertos personajes célebres que nos son afines, así que si no cumplen al cien por ciento con nuestras expectativas cuando por fin logramos acercarnos a ellos, la desilusión al descubrir que finalmente son seres de carne y hueso nos hace cambiar de opinión respecto a sus vidas y obras.

Este pensamiento me rondó por la cabeza en repetidas ocasiones al ver ‘La Odisea’ (‘L’odyssée’, d. Jérôme Salle), una película biográfica que narra la existencia del explorador submarino Jacques-Yves Cousteau, cuya figura se erige como un auténtico monumento a la búsqueda de la protección de la naturaleza, el medio ambiente y la subsistencia humana en nuestro planeta.

Caray, la historia detrás del hombre es un poco más complicada que eso. Nuestra trama parte de una idílica existencia familiar en una hermosa villa costera en la Francia de la posguerra. El ex aviador Cousteau (Lambert Wilson) y sus dos inseparables compañeros, Tailliez y Dumas, son conocidos como “Los Tres Mosqueteros” de la exploración subacuática, pues han desarrollado tanques de buceo autónomo que les permiten realizar inmersiones a placer. El trío realiza filmaciones de sus aventuras submarinas que provocan curiosidad entre la gente, pero Cousteau parece destinado a llegar mucho más lejos que eso.

El motor que mueve al protagonista es su esposa, Simone (Audrey Tautou), una alegre chica llena de vida que dispensa atención por igual a su osado marido y a sus dos pequeños hijos, Philippe y Jean-Michel. La familia parece llevar una vida ideal donde cada paseo es una vivencia irrepetible en la que la fauna marina les sirve como referente común.

Pero saltar de un pequeño bote a un arrecife costero no es suficiente para Cousteau. Decide probar suerte como aventurero y explorador endeudándose con la adquisición de un viejo buque dragaminas (el ‘Calypso’) que acondicionará para sus expediciones, y cuando los fondos para realizar su sueño peligran la sacrificada Simone decide vender hasta la última de sus joyas familiares con tal de verle triunfar.

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Dichos triunfos van llegando poco a poco, gracias a la cooperación del gobierno francés (con combustible para el barco) y a la lealtad inquebrantable de una tripulación que comparte el sueño de Jacques. Sus pequeños hijos terminan creciendo en una escuela-internado, mientras papá y mamá visitan tierras distantes y se mantienen en contacto a través de postales. Intuimos que no es un escenario ideal, pero estamos hablando de las épocas en que los padres podían desprenderse varias semanas de los hijos sin ser acusados de provocarles traumas irreversibles a la autoestima. ¡Ah, qué tiempos aquellos!

El idílico escenario para esta familia poco a poco comienza a dar señales de resquebrajarse. El guión, basado primariamente en las memorias del hijo menor del explorador (Jean-Michel) y de su mano derecha a bordo del ‘Calypso’, Albert ‘Bébert’ Falco, no se toca el corazón para revelar el lado humano del icono francés, quien busca que sus películas sean populares a toda costa sin pensar demasiado en la responsabilidad ecológica que deriva de sus actos. Cousteau también empieza a buscar otra clase de aventuras, esta vez de índole extra-matrimonial, con lo que vemos el deterioro gradual de su relación con Simone. El hecho de que ella no ceda jamás, optando por vivir a bordo del barco cuya mera existencia se debe a su sacrificio, revela cómo un desinteresado acto de amor termina por convertirse en una especie de prisión que ella misma contribuye a erigir.

Sin embargo, la relación más trascendente en ‘La Odisea’ es la que ocurre entre Jacques y su primogénito Philippe. El joven con aspiraciones de cineasta (interpretado como adulto por Pierre Niney) se vuelve súbitamente el mayor crítico de la labor de su padre, en quien nota una visión protagónica y ligeramente circense que contrasta de forma drástica con lo que debería ser una misión puramente científica. En ese sentido podemos decir que el cada vez más popular Cousteau y sus expedicionarios comienzan a traicionar sus ideales por la mera tentación de obtener la fama.

El delicado balance de la relación del protagonista con sus seres queridos se ve cada vez más afectado en la medida en que va revelando los secretos del mar y sus desafíos. El tiempo nos ha ido enseñando que, pese a los escándalos que poco a poco fueron surgiendo en la recta final de su carrera, Cousteau siempre tuvo razón al pensar que el ser humano era el peor depredador sobre la Tierra, y que la esperanza de subsistencia para el género humano yacía en ir hacia las profundidades de los océanos antes de pensar en la superficie lunar.

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La función de prensa en la que pude presenciar esta película se llevó a cabo frente a las instalaciones del Acuario Inbursa, un lugar donde tuve ciertas epifanías relativas ‘La Odisea’. Hasta los quince años fui una persona que consideraba seriamente la profesión de biólogo marino, y el volver a recorrer un refugio para toda clase de especies acuáticas revivió en mi el interés por este curioso mundo. Imagino que el momento en el que Jacques-Yves Cousteau optó por consagrar su vida al mar y sus misterios debió ser algo con una atracción poderosa, sí, pero más bien con una connotación clara de romper los vínculos con todo lo que le ataba a permanecer en tierra firme.

‘La Odisea’ no pretende glorificar ni satanizar a nadie, sino analizar aspectos de la existencia humana y sus relaciones interpersonales en función de lo que pueden llegar a forjar. ¿Hubiera llegado Cousteau a alguna parte sin el apoyo incondicional de su esposa, quien se resignó a ser la “mujer de a bordo” en un barco donde todos le rendían tributo y respeto? ¿Qué diferente hubiera sido la carrera del explorador de no animarse a cultivar una consciencia ecológica por medio de su hijo mayor? ¿Aprendimos en realidad las valiosas lecciones que dejó a su paso por los océanos del mundo? Imagino que las respuestas a estos cuestionamientos deben ser tan complicadas como el mundo submarino: hay que escudriñar en lo más profundo para tener una visión auténtica de la vida que ahí reside.

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