El riesgo inherente de las franquicias fílmicas es el de terminar repitiendo los mismos temas en todas las películas. Como ejemplo: uno de los grandes aciertos poco difundidos del Universo Cinematográfico de Marvel es el saber aplicar tratamientos distintos a sus “marcas” para diferenciarlas entre sí. Las cintas de ‘Captain America’ manejan elementos del cine de espías, mientras que las de ‘Guardians of the Galaxy’ se ciñen a los preceptos de la ciencia ficción y entregas como la reciente ‘Doctor Strange’ hablan de magia y poderes metafísicos.
Una nueva película residente en el fértil ecosistema de Star Wars tendría dos posibles caminos: satisfacer al cien por ciento a sus fans con un producto derivado de sus mayores aciertos (el caso de ‘Episodio VII: El Despertar de la Fuerza’), o plantear una dinámica distinta, con las bases obvias de su linaje, pero procurando situarnos en un filme que subsiste por mérito propio más allá del canon y los vínculos con otras producciones.
Está claro que los productores de ‘Rogue One: Una historia de Star Wars’ (‘Rogue One: A Star Wars Story’, d. Gareth Edwards) optaron por la segunda vía, y hay que estar muy agradecidos por la decisión. La cinta cumple al referirnos a la mayoría de los elementos que hacen de Star Wars una experiencia ineludible en la cultura pop y una entrañable narrativa que logró sobrevivir no una, sino tres indefendibles precuelas. Y sin embargo, tiene la peculiaridad de contar una historia familiar dentro de un estilo visual que tiene más en común con el cine clásico de guerra que con el de conflictos intergalácticos.
La historia nos presenta a Galen Erso (Mads Mikkelsen), un científico que escapó de la influencia del Imperio Galáctico pues se rehúsa a participar en la construcción de un arma devastadora que pronto conoceremos como la Estrella de la Muerte. El Imperio no deja ir a su gente así como así, y Galen es aprehendido de nueva cuenta por el ambicioso Orson Krennic (Ben Mendelsohn) en un fatídico incidente donde Erso es separado de su pequeña hija Jyn.
La versión adulta de Jyn (Felicity Jones) no tuvo una niñez fácil después de lo ocurrido, pues ha pasado de la custodia del luchador rebelde Saw Gerrera (Forest Whitaker) a una vida llena de delitos y capturas que le llevan de una prisión a otra. La joven Erso es una sobreviviente, pero no siente particular afinidad por nada ni por nadie.
Pronto es reclutada por la Alianza Rebelde bajo el liderazgo de la marcial Mon Mothma (Genevieve O’Reilly), quien exige su cooperación para acercarse a su padre con el fin de saber la naturaleza del proyecto secreto en el que se encuentra trabajando es una amenaza tan grande como se rumora.
Jyn es puesta bajo la custodia directa de Cassian Andor (Diego Luna), una especie de operativo encubierto capaz de hacer cualquier cosa con tal de proteger a la rebelión y sus planes. Su “mano derecha” (por llamarlo de alguna forma) es el robot imperial K-2SO (voz de Alan Tudyk), reprogramado para servir a los intereses rebeldes y poseedor de una personalidad algo cáustica y exasperante. El trío se traslada a Jedha, un planeta que significa una especie de santuario religioso para los remanentes de la fe Jedi, que a la vez es minado por el Imperio para extraer unos cristales que darán poder a su devastadora arma. El grupo crece con la adición de un místico luchador ciego (Donnie Yen), su amigo el asesino con puntería infalible (Wen Jiang) y un piloto (Riz Ahmed) amigo de Galen, quien puede confirmar que la Estrella de la Muerte es una realidad y que puede terminar de un tajo con cualquier sublevación contra el Imperio.
Es en este momento cuando ‘Rogue One’ se aparta drásticamente del molde típico de Star Wars (peleas con sables de luz, persecusiones en el espacio exterior, incursiones en mundos desconocidos) para adoptar un tono más reflexivo y más oscuro. Quienes están familiarizados con la historia conocen la gravedad de la misión en puerta, aunque de antemano sepan que tuvo éxito. ¿Cómo lograr interesarnos en ella, entonces, si el ‘Episodio IV’ literalmente nos arruinó el final? Simple: contando el plan de recuperar los planos de la Estrella de la Muerte como una mezcla entre un robo a gran escala y un filme de guerra.
En efecto, aunque la película tiene un remanso expositorio que podría haber sido más ágil a la mitad del trayecto, cierra con un tercer acto que rivaliza en espectacularidad visual e intensidad narrativa con las mejores entregas de la saga. Hay guiños discretos a los robos perfectamente planeados que salen de control en ‘Le Cercle Rouge’ (1970) y la original ‘The Italian Job’ (1969), pero también a los ensambles bélicos de ‘The Dirty Dozen’ (1967) y ‘Saving Private Ryan’ (1998). La gradual presencia del villano más grande de la saga, Darth Vader, es aplicada con cuentagotas para obtener un efecto por demás amenazador, pero sin caer en la tentación de meterlo con calzador en una historia que, al fin y al cabo, no es suya.
Debo admitir que esperaba ver a Gareth Edwards capitalizando toda la promesa que ofreció como realizador tras su auspicioso debut en ‘Monsters’ (2010). En ese filme nos demostró que las criaturas titulares podían ser una presencia ominosa sin restar atención al elemento humano, y aquí logra aplicarlo en las interacciones de Jyn con sus compañeros: no es un grupo de amigos, ni tampoco una horda de idealistas con devoción ciega a la causa. Son seres que en algunos casos han cedido a intereses personales o a la obediencia ciega para hacer cosas que no necesariamente sientan bien con sus conciencias, y la redención llega en forma de una misión suicida que es tan sólo un breve respiro de esperanza para los héroes.
El término “héroe” también es puesto en entredicho continuamente por la historia. El Imperio nunca recibe un tratamiento exculpatorio, por obvias razones, pero sí nos da a entender que un hombre bueno como Galen podría ser forzado a traicionar sus convicciones bajo circunstancias extenuantes. La Rebelión tampoco es una uniforme fuerza de paragones de virtud, sino que muestra clarísimos indicios de división, dudas sobre su propia legitimidad y actos que pueden ser considerados abiertamente como terrorismo bajo una óptica estricta.
Pese a estas cuestiones más profundas en un universo que, finalmente, trata de entretener, la película ofrece toda clase de satisfacciones a los fans irredentos. Aquí vemos a un par de sórdidos personajes que recordamos de la célebre cantina de Mos Eisley. Allá en el fondo camina una criatura que aterrorizó a Luke Skywalker en Hoth, ahora habilitada como bestia de carga. Y no olvidemos al cruel Moff Tarkin que Peter Cushing interpretase en vida, y que ahora es una recreación de CGI que sólo salta a la vista ante la audiencia más exigente (las cuatro personas que me acompañaron a la función jamás notaron que estaban viendo un ser formado por pixeles y no un actor real, en serio).
Las debilidades de ‘Rogue One’ son en materia de desarrollo de algunos de sus interesantes personajes. Quisiera haber conocido más del invidente monje aferrado a La Fuerza como un mantra protector. Me hubiera encantado saber qué convirtió a Saw Gerrera en un fundamentalista casi irracional. Y sin duda disfrutaría de un par de minutos extra para justificar cómo es que el piloto interpretado por Riz Ahmed tomó tantos riesgos para huir en busca de los rebeldes.
Pero sería excesivo. Este filme me da esperanzas de que algún día podamos ver un thriller psicológico situado en el universo de Star Wars. O una cinta de horror que aprovechase a tantas criaturas letales en otros tantos mundos inhóspitos. ¿Qué tal una película más cercana a la comedia, como lo que logró Marvel con ‘Ant-Man’? ‘Rogue One’ es una historia devastadora que refleja un particular momento de este peculiar universo, y cumple como tal. Ahora espero que le llegue el éxito que merece para que sirva como impulsora de otras historias ambiciosas, de otros seres interesantes, de futuras producciones que no tengan que depender de lo ya visto. La audiencia ha madurado lo suficiente como para acompañarles en ese viaje.
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