Tortillas a mano en comal y leña

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¡Ay café de mi corazón!

Que esperanzas que la abuela Licha, mi abuela comprara tortillas, si no eran hechas a mano, en la casa, con su nixtamal, mejor ni hacía…de maíz, porque de seguro ese día había tortillas de harina en casa.

—Ándele mijo, que ya van a dar las cinco –me despertaba dulcemente la Abuela.

—Ya voy abuela, está rete oscuro.

—Hay que ser primeros en el molino, porque luego se revuelve mucho con otros nixtamales y sepa Dios con que cochinadas los hicieron.

Las tías Tere e Inés tenían la misma cara que yo, como si se acabaran de acostar, la abuela al contrario, mientras tapaba con servilletas de tela las cubetas con el nixtamal, hasta andaba cantando.

—¿No tomaron café? –dijo la abuela mientras veía la olla del café y se tomaba el suyo en su taza de peltre blanca con florecitas.

—Ay amá, si nos acabamos de levantar, ¿cómo cree que vamos a traer ganas de tomar café? –contestó la tía Inés.

—Si todavía andamos dormidas –dijo bostezando la tía Tere.

—¿Pos pa que creen que es el café?, para despertar, para probar el primer sorbito de vida, para oler profundo, pa sentirse vivo pues.

La abuela tomó dos cubetas pequeñas, una en cada mano y comenzó a caminar, las tías tomaron dos medianas y entre las dos las levantaron para luego seguir a la abuela, yo llevaba las cubetas donde pondríamos la masa, pues a la abuela no le gustaba que se pusiera la masa en donde habíamos llevado el nixtamal “se amarga la masa” decía.

Ni quebrado ni aguado.

La abuela era muy especial con eso del molido del nixtamal, la abuela hubiera funcionado de una manera increíble como jefa de control de calidad en alguna empresa.

En el molino, ella no se quedaba afuera, se metía al mero molino e iba viendo cuánta agua le ponían, cuantas pasadas le daban e iba tocando la masa hasta que le gustaba el punto, “Ni muy quebrado, ni muy aguado para las tortillas”, decía la abuela “Quebradito nomá pa las gordas de cocedor”, ya me la sabía de memoria, Don Antero y su hijo siempre se portaron muy bien con la abuela y la dejaban hacer su santa voluntad, “al cabo usted es de casa” le decía Don Antero a la abuela.

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Terminando de la molida, tomamos nuestras cubetas, ellas con la masa en las nuevas y yo me regresé con las que habíamos llevado el nixtamal.

—Amá, pérese, que va muy aprisa –le reclamó la tía Tere.

—Ni la podemos alcanzar, pérese que ya no traemos aire –dijo la tía Inés.

—Se cansan porque no agarran el paso ni vuelito, nomás que lo encuentren y verán que ni se cansan.

Dicho y hecho, las tías se fueron rezagando y la abuela ganando terreno, hasta que la abuela y yo ya les llevábamos un buen trecho, de rato apenas dos bultos atrás de nosotros.

—¡Ama, amá! –se escuchaban los gritos de las tías.

—Abuela, ¿Nos paramos para que nos alcancen? –pregunté.

—¿Y perder el paso y el vuelito que llevamos?, mejor que ellas lo agarren, que al cabo se saben el camino de regreso.

No es que sea mala leche, ni que me guste ver a la gente sufrirla, pero acá entre nos yo la iba gozando.

Sapitos calientitos.

Junté la leña para el comal que estaba hecho de un disco grande de tractor, éramos muchos y solo así se daba abasto, además a la abuela nunca le ha gustado ser poquitera y siempre le anda mandando un taco a los trabajadores, a los vecinos, a la gente que toca la puerta pidiendo uno.

El fuego comenzó a danzar, la leña era limpia, de monte, nada de madera vieja o cosas por el estilo, luego el sonido de las hermosas y mágicas manos de mi abuela al tortear la masa que primero había vuelto testales.

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—¿Un sapito calientito? –me preguntó la abuela-

—Siiii –contesté emocionado.

La primera tortilla en salir era para mí, y la abuela le llamaba “sapitos” pues la tortilla se inflaba como uno de ellos, luego de eso, lo retiraba del comal y le ponía sal, morderlo era darle una mordida al maíz, al olor de la leña, era darle un beso a las manos de la abuela.

Luego la Abuela seguía haciendo más tortillas acompañada de las tías, ellas con su máquina, la abuela a mano, ¿adivinan cuáles eran mis favoritas?

—Abuela, ¿me haces unas gordas? –pregunté sabiendo la respuesta-

—Pero nomás dos, porque después te haces panzón como tu tío Chano –me contestó.

—Ay amá, pero el tío está panzón por la cerveza –dijo la tía Tere.

—¿Tú lo conociste de chamaco? –preguntó la abuela.

—No, pos no –contestó la tía.

—Ándele mi niño, vaya a la cocina por manteca, salsa de molcajete, frijoles y queso, pero no del de ayer que todavía está aguado.

Traje todo lo que me pidió, la abuela hizo a mano unas gordas, pero gordas, como de un dedo de grueso, luego ya listas, les quitó parte de la masa con un cuchillo, las untó de manteca, las rellenó de chile de molcajete, frijoles y queso, mientras yo babeaba como perro en carnicería.

El secreto de las gordas de la abuela, era que una vez rellenas las ponía en las brasas de la leña, bajo el comal, no he probado otra cosa igual en mi vida.

No sé ustedes, pero hubo épocas en mi vida que las cosas eran más simples, más sencillas, pero disfrutábamos más, respirábamos mejor, nos teníamos, es decir, no teníamos otra cosa que hacer que vivir plenamente.

 

¡Hasta el próximo  Sábado!

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