En un país donde la corrupción se ha vuelto rutina y la impunidad la norma, Claudia Sheinbaum salió a aclarar que no existe ninguna investigación contra Adán Augusto López. La presidenta aseguró, con firmeza, que de detectarse irregularidades se informaría “de inmediato” y repitió la frase que Morena ha usado hasta el cansancio: su gobierno trabaja en erradicar la corrupción.
El problema no es lo que dijo, sino lo que calla. Porque mientras se dedica a blindar a sus cercanos, las denuncias ciudadanas por contratos irregulares, desvío de recursos y nepotismo siguen apilándose sin respuesta clara. La supuesta “cero corrupción” se topa de frente con hospitales sin medicinas, obras públicas infladas y funcionarios intocables.
Resulta difícil creer en la transparencia cuando la narrativa oficial es selectiva: rápida para defender a los suyos, lenta o, inexistente, para dar la cara frente a escándalos reales. ¿Dónde queda la congruencia de un gobierno que presume honestidad, pero administra silencios cada vez que un aliado es señalado?
Adán Augusto, pieza clave del lopezobradorismo, no es cualquier político. Ha estado en el centro de decisiones estratégicas y de rumores incómodos. Que Sheinbaum niegue cualquier investigación puede sonar, más que a transparencia, a un intento de limpiar la casa hacia afuera mientras se cierra la puerta con llave hacia adentro.
La paradoja es brutal: un gobierno que se autoproclama paladín contra la corrupción termina atado a sus propios pactos de lealtad. Y la pregunta es inevitable: si realmente no hay nada qué esconder, ¿por qué la defensa anticipada, antes incluso de que alguien pida explicaciones?