La frontera norte volvió a encender las alarmas. Campesinos de Chihuahua alzaron la voz contra la nueva Ley de Aguas impulsada desde el Congreso estatal, una reforma que, aseguran, abre la puerta al despojo, a la privatización encubierta y a un modelo que favorece a grandes empresas mientras deja en el abandono a quienes producen alimentos en una región marcada por la sequía.
Las protestas estallaron en distintos municipios del estado. Agricultores, ganaderos y productores de pequeña escala denunciaron que la ley fue aprobada sin consulta real y con un claro sesgo político. Acusan que el gobierno insiste en administrar el agua como si se tratara de un recurso infinito, cuando los ríos, presas y mantos acuíferos llevan años al límite. La nueva legislación, afirman, no protege a las comunidades rurales; las expone.
Los inconformes señalan que varios artículos permiten una mayor discrecionalidad para concesiones y redistribuciones, lo que, en un estado con historial de conflictos hídricos y favoritismos políticos, se interpreta como una amenaza directa. El recuerdo del conflicto por el agua de la presa La Boquilla sigue vivo: enfrentamientos, represión, criminalización y abandono institucional. Por eso, para los productores, esta ley no es un simple ajuste administrativo; es una señal de alerta.
La molestia también surge por la narrativa oficial. Mientras el gobierno promete modernización y “orden”, los campesinos lo interpretan como un nuevo golpe a quienes viven de la tierra. Reclaman que ninguna reforma puede funcionar si no se atiende la sobreexplotación de acuíferos, el robo de agua, la falta de infraestructura y el creciente impacto del crimen organizado en zonas agrícolas.
En medio del conflicto, lo que sí queda claro es que la autoridad no ha sabido generar confianza. Una ley que debería construir certidumbre terminó por desatar sospechas, enojo y movilización social. Chihuahua enfrenta un escenario donde la disputa por el agua vuelve a exhibir la fragilidad del Estado, la distancia con el campo y la ceguera política ante una crisis hídrica que ya no admite simulaciones.
Lo que está en juego no es un trámite legislativo: es la supervivencia de miles de familias rurales y la estabilidad de la región. Si el gobierno insiste en avanzar sin escuchar, el conflicto puede escalar. Y cuando un estado golpeado por la sequía y la violencia pierde también la paz social, el costo lo paga todo México.

