En el centro del Caribe, Venezuela vive bajo una tensión constante. El presidente Nicolás Maduro, en una rueda de prensa, no habló de soluciones, sino de amenazas extranjeras: calificó el despliegue naval de EE. UU. como “la mayor amenaza del continente en un siglo” y advirtió que, si Venezuela resulta agredida, responderá convirtiéndose en una “República en armas”.
Esa retórica moviliza milicias y arrastra a una nación ya golpeada por la corrupción y el poder criminal enquistado en su Estado. El llamado “Cartel de los Soles”, una estructura criminal presidida por miembros del gobierno y las fuerzas armadas, ha sido señalado por Washington como una red clandestina de narcotráfico a la que está vinculado el propio Maduro.
Pero hay una verdad imposible de ocultar: EE. UU. y agencias como la ONUDD aseguran que Venezuela no es un corredor significativo de drogas. El país no figura como productor ni ruta prioritaria del narcotráfico internacional. Mientras, en el mapa interno, operan megabandas, estructuras criminales que controlan ciudades enteras, con impunidad y respaldo tácito del régimen.
Si vivimos bajo un narco-Estado, no es por fantasía: es un estado donde el poder político y el delito se funden. Maduro habla de invasiones militares, pero mientras eso ocurre, maquinaria política e institucional, desde militares a jueces, están cooptadas por el crimen organizado.
La gravedad de este asunto
Hablar de “lucha armada ante amenazas externas” mientras tu estructura de poder está atravesada por el narcotráfico no es soberanía: es un acto desesperado de control post-Estado. En ese contexto, los ciudadanos no enfrentan amenazas ficticias; enfrentan un régimen corrupto y criminal que somete instituciones, debilitándolas desde dentro. Ese es el verdadero peligro de vivir bajo un narco-Estado.