lunes, noviembre 3, 2025

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México se desangra: la violencia del narco alcanza a alcaldes, empresarios y ciudadanos comunes

El país atraviesa una de sus etapas más oscuras. En las últimas semanas, la violencia del crimen organizado ha cobrado nuevas víctimas: alcaldes, empresarios, policías, campesinos y ciudadanos que, por denunciar o simplemente vivir en las zonas controladas por los cárteles, han sido asesinados con total impunidad.

El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, marcó un punto de quiebre. Manzo había denunciado la infiltración del narcotráfico en el gobierno y advirtió que los cárteles estaban tomando el control político de Michoacán. Días después, fue ejecutado en plena celebración del Día de Muertos, frente a cientos de personas.

A su muerte se suman los recientes asesinatos del empresario naranjero Javier Vargas Arias en Veracruz, ejecutado a balazos en plena vía pública, y del líder limonero Bernardo Bravo, defensor de los derechos de los productores agrícolas, también ultimado por grupos criminales.
En los estados del Bajío, el Pacífico y el Golfo, los crímenes con sello del narco se han multiplicado. Cada región tiene su tragedia, pero el patrón es el mismo: un Estado ausente, un crimen fortalecido y una sociedad que ha aprendido a vivir con miedo.

El mensaje del narcotráfico es claro y brutal: nadie está fuera de su alcance.
Ya no se trata solo de disputas territoriales o ajustes de cuentas. Hoy, las balas apuntan también a quienes intentan gobernar, denunciar o resistir. La política, la economía y la vida diaria se ven cada vez más subordinadas a la lógica del crimen.

Las cifras son alarmantes. Tan solo en 2025, más de 26 presidentes municipales, exalcaldes y funcionarios locales han sido asesinados en México, de acuerdo con organizaciones civiles. En estados como Michoacán, Guerrero, Veracruz y Zacatecas, los grupos criminales actúan como gobiernos paralelos, imponen cuotas, cobran impuestos, deciden quién trabaja y quién vive.

Pero más allá de los números, lo que se está perdiendo es algo mucho más profundo: la esperanza.
Cada asesinato de un servidor público o de un ciudadano honesto erosiona un poco más la fe en las instituciones y refuerza la percepción de que el crimen ha superado al Estado.

“En México ya no gobiernan los partidos, gobierna el miedo”, escribió un periodista local tras el homicidio del alcalde de Uruapan.

En las comunidades rurales, los productores viven extorsionados. En las ciudades, los comerciantes pagan “derecho de piso”. En los gobiernos municipales, los funcionarios trabajan bajo amenazas o terminan coludidos.
Y mientras tanto, el gobierno federal se limita a discursos sobre “abrazos” y “no balazos”, mientras el país se desmorona, pueblo por pueblo, cuerpo por cuerpo.

Lo más grave es que la violencia ya no genera indignación, sino resignación.
Las muertes se acumulan, las historias se olvidan, y la impunidad, más del 95% en delitos de alto impacto, sigue siendo la norma.

México vive hoy una crisis de autoridad, de justicia y de sentido moral.
Cada asesinato de un alcalde, un empresario o un trabajador del campo no solo es una tragedia local: es una herida abierta en el alma del país.

El futuro de México no puede construirse sobre la sangre de sus ciudadanos. Pero mientras el Estado siga mirando hacia otro lado, los criminales seguirán dictando las reglas y los inocentes seguirán cayendo.

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