Lázaro Francisco Luría, exalcalde de Chinameca en Veracruz, fue localizado sin vida y con heridas graves, el cadáver fue identificado por autoridades locales al día siguiente del hallazgo. Fuentes locales señalan que Luría fue privado de la libertad días antes y que su cuerpo apareció en el municipio de Oteapan, en un episodio que vuelve a exhibir la brutalidad que sufre la política municipal en regiones donde el Estado ha cedido presencia.
La secuencia de hechos es escalofriante, y pone en evidencia la impunidad con que operan los grupos criminales en amplias zonas del país, Veracruz incluido. Testigos y reportes locales indican que el exalcalde fue secuestrado, y que su hallazgo ocurrió tras días de zozobra para su familia y su comunidad. La Fiscalía local ya abrió carpeta de investigación, pero las detenciones y las respuestas concretas tardan en llegar, lo que deja a la ciudadanía en una indefensión intolerable.
Este crimen no es un hecho aislado, es parte de una ola que ha convertido la vida pública municipal en riesgo extremo. Veracruz, en los últimos meses, ha registrado asesinatos de candidatos y funcionarios locales, episodios que muestran cómo el poder criminal se infiltra en las estructuras locales y decide quién puede vivir y quién debe callar. La impunidad alienta la repetición, y la falta de medidas preventivas dignas cristaliza la tragedia.
La propia lógica del terror que hoy gobierna partes del país obliga a preguntarnos quién protege a quienes representan a las comunidades. Los alcaldes, exalcaldes y funcionarios de base quedan expuestos sin protocolos reales de seguridad, sin sistemas de inteligencia eficaces y, sobre todo, sin la voluntad política de atacar las causas profundas del fenómeno. La respuesta de la Fiscalía, por ahora, no es suficiente. Se exige una investigación ministerial independiente, seguimiento público y resultados rápidos, no discursos ni promesas.
Las familias de víctimas y los vecinos merecen algo elemental, humanidad y justicia, no más declaraciones que no se traducen en seguridad ni en castigo a los culpables. Mientras tanto, comunidades enteras viven atadas al miedo, y la vida democrática local se resiente, porque gobernar ya no es ocupar un cargo público, es arriesgar la vida. Es una afrenta intolerable a la convivencia civil y a la dignidad de la gente que votó y confió.
La exigencia es clara, la sociedad lo demanda con voz rota: investigación a fondo, detenciones reales, y protección urgente para autoridades locales y para quienes se atreven a denunciar. Si el Estado no recupera su monopolio de la seguridad y la ley no vuelve a imperar, la violencia seguirá decidiendo el futuro de municipios enteros.

