¡Aguas con el Síndrome de Doña Florinda!
Resulta que la serie biográfica sobre Roberto Gómez Bolaños trajo de vuelta no solo a los personajes de El Chavo del 8, sino también a muchas de sus actitudes que, aunque parecían pura comedia, escondían comportamientos reales. Uno de ellos: el famoso y polémico “síndrome de Doña Florinda”.
¿Y eso qué es?
El término lo lanzó Rafael Ton, un sociólogo argentino, allá por 2012. Y lo explicó clarito: es cuando una persona que pertenece a la clase media trabajadora empieza a creérsela de más. ¿Por qué? Porque tiene un poco más que otros: vive en un fraccionamiento medio decente, gana un poco más, o simplemente cree que está un escalón arriba. Eso basta para volverse elitista, amargada y… con complejo de superioridad.
En palabras del autor:
“No es gente rica ni poderosa, pero tiene un poquito más que el resto y eso basta para sentirse distinta”.
Y aquí es donde entra el personaje: Doña Florinda, que vivía en la misma vecindad que todos, pero se sentía superior. Se quejaba, juzgaba, regañaba, y andaba con el ceño fruncido… como si el mundo estuviera en su contra.
Pero esto no se queda solo en la ficción. Este tipo de actitud se da —y bastante— en la vida real, sobre todo en ciudades donde las diferencias económicas dentro de la misma clase social pueden generar tensiones y desprecio. Gente que no tiene tanto… pero se comporta como si fuera la crème de la crème.
Y ojo, porque este síndrome no camina solo.
Tiene un primo más rudo: el síndrome de Hubris, ese que afecta a políticos y líderes, con síntomas como:
- Creerse el centro del universo
- No aceptar críticas
- Sentir desprecio por los demás
- Aislarse
- Buscar atención a toda costa
- Y tener cero empatía
Aunque el de Doña Florinda es más suave, ambos tienen el mismo veneno: inseguridad disfrazada de superioridad.
Ahora… ¿de dónde sale tanta amargura?
Los psicólogos explican que no es gratuita. Puede venir de decepciones del pasado, inseguridad personal, frustraciones no resueltas o incluso de vivir en entornos que no satisfacen. Todo eso se junta… ¡y pum! Se vuelve uno intolerante, criticón y gruñón.
¿Se puede cambiar?
Sí. Pero hay que bajarse del ladrillo y empezar a practicar:
- Gratitud, para dejar de ver solo lo que falta.
- Empatía, para entender al otro sin juzgar.
- Autocompasión, para aceptarse sin latigazos internos.
¿Y tú, conoces a alguien así?, Porque al final, todos vivimos en esta vecindad llamada vida.