Las reuniones de los primeros discípulos de Freud se hacían en casa del padre del psicoanálisis en Bergasse 19, cerca del centro de la Viena de principios del siglo XX. Una vez a la semana se reunía la entonces llamada “Sociedad Psicológica del Miércoles” integrado por 17 psicoanalistas para exponer sus temas y discutirlos con el neurólogo austriaco. En preparación a estas reuniones, la criada colocaba ceniceros alrededor de la mesa del comedor, uno destinado a cada participante, y así el salón se preparaba para la gran humareda, pues el espacio se llenaba de volutas, no sólo de las ideas sino del humo denso de los cigarros y los puros que cada uno con furor consumía.
Sigmund Freud era un adicto a la nicotina, claro lo tenía su médico y amigo Max Schur[1]. Siempre necesitaría de un interlocutor y un puro para lograr el proceso creativo[2]. El primero lo conduciría a la formulación de su doctrina. El segundo lo llevaría a sufrir el cáncer que lo acompañaría 15 años, padecimiento por el que tuvo que ser intervenido quirúrgicamente más de 30 veces y que, con intolerables dolores, finalmente lo llevó a su muerte.
Pero Freud fumaba, y la inspiración inundaba sus pulmones y su mente creativa. Hilda Doolittle, la poetisa norteamericana y paciente de Freud relata un su “Homenaje a Freud” la forma silente en que la escuchaba, como a la espera de aquel momento analítico sorprendente, como la interpretación de un sueño, o la aparición de un pensamiento significativo. Entonces se levantaría y diría “¡Ah! ¡Hemos de celebrarlo!”, y comenzaría el ritual esmerado de seleccionar y encender un puro a modo de trofeo para llenar el consultorio con su aroma.
Una de las influencias nodales en la obra de Freud fue su relación con Wilhelm Fliess, un otorrinolaringólogo quien sostenía que existía una clara asociación entre la nariz y los órganos genitales. Freud tenía con él un profundo lazo afectivo, inclusive de dependencia, sobretodo observable en su correspondencia entre 1893 y 1900. Epistolarmente Freud le confiaba sus preocupaciones mórbidas, sus sueños y el significado de estos como relato mismo de su autoanálisis. A él le confió sus afecciones cardiacas y las infecciones que sufría en sus cavidades nasales. Fliess, quien no profesaba ninguna afición por el tabaco, lo conminaba a dejar de fumar.
Los siguientes cuatro años, su correspondencia mencionaría con frecuencia la dificultad de Freud con dicha continencia ante el tabaco pues confundía los síntomas del síndrome de abstinencia con complicaciones cardiacos, justificando así su necesidad – y necedad – de recaer en su acérrimo tabaquismo una y otra vez, a pesar del respeto que sentía por Fliess, quien encarnaba la poderosa imagen de un amigo al que Freud sobreestimaba y que a la vez representaba una figura parental.
En esas épocas que ambos médicos compartieron, Freud escuchaba a sus pacientes contarle la reconstrucción mnémica de las seducciones sufridas durante la infancia. Todo parecía indicar que en efecto, una seducción o un abuso sexual perpetrados por algún adulto yacían como fundamento de la sintomatología de la histeria. Freud formuló esta “teoría de la seducción sexual” en 1893 y la sostuvo a lo largo de sus escritos y correspondencia con Fliess hasta 1897. Claro que no presuponía una relación causal y simple entre el abuso sexual y el despliegue sintomático, sino que Freud trataba de entender el mecanismo de la represión como aspecto primordial en la constitución del aparato y el funcionamiento mental.
A medida que acumulaba más material clínico, Freud empezó a dudar de la autenticidad de las escenas de seducción descritas por sus pacientes y, el 21 de septiembre de 1897 anunció a Fliess que había dejado de creer en las historias de sus pacientes neuróticas. La primera razón para este descubrimiento fue de índole estadística: no era lógico que hubiese tantos perpetradores. Sin embargo Freud también reconocía el peso psíquico de las fantasías incestuosas. Así mismo fue advirtiendo que los niños tienen sensaciones, fantasías y pensamientos de contenido sexual, por lo que la teoría de la sexualidad perversa y polimorfa fue cobrando vida. Lo que describirá en las Cartas a Fliess serían una serie de transformaciones psicosomáticas que se originan con la incitación sensual del amamantamiento, y que deberán confluir idealmente en una organización sexual madura.
Así que el bebé va conociendo y descubriendo el mundo a partir de un cuerpo que va cobrando erogeneidad, y son sus frustraciones y sobre gratificaciones lo que van gestando las conocidas “fijaciones”. Es así como Freud explica que si el infante es reforzado en el valor erógeno de los labios, “tales niños, llegados a adultos, serán grandes gustadores del beso, se inclinarán a besos perversos, o si son hombres, tendrán una potente motivación intrínseca para beber y fumar” (Freud, 1905, p.165).
Poco después de la muerte de su padre y hacia fin de siglo, Freud se embarcó en su autoanálisis, basado sustancialmente en la exploración de sus sueños y las referencias que estos hacían a su sexualidad infantil. El siglo debuta con su magna obra “La interpretación de los sueños” que le merecerá el premio Goethe, y que inaugurará al psicoanálisis como el estudio de lo inconsciente, aquel inconsciente entendido como el reordenamiento de las huellas de nuestras vivencias según las leyes del deseo inconsciente, remanente de la infancia.
Sigmund Freud dejaría la relación con Fliess y seguiría construyendo su teoría sobre el funcionamiento de los procesos psíquicos, junto con el método de investigación sobre el cual se sustenta empíricamente, y su conocida terapéutica: El psicoanálisis. Se acompañaría de nuevos y singulares amigos, como Alfred Adler y Carl Jung, con los que también tendría sus respectivos desencuentros. Sin embargo, la pasión por fumar lo acompañaría por siempre.
En 1929 Freud contesta un cuestionario en relación al tabaco de la siguiente manera:
Empecé a fumar a los veinticuatro años, primero cigarrillos y luego enseguida cigarros puros de manera exclusiva; sigo fumando hoy (con setenta y dos años y medio de edad) y me repugna sumamente privarme de este placer. Entre los treinta y cuarenta años, tuve que dejar de fumar durante año y medio[3] debido a unos trastornos cardiacos que tal vez fueron causados por los efectos de la nicotina, aunque probablemente fueran las secuelas de una gripe. Desde entonces, me he mantenido fiel a este hábito o vicio, y estimo que le debo al cigarro puro un gran incremento a mi capacidad de trabajo y un mejor dominio de mí mismo. Mi modelo en este sentido fue mi padre, quien fue un gran fumador y lo siguió siendo hasta la edad de ochenta y un años (citado por Grimbert, p. 124).
Los puros de Freud le aportaban cuantioso placer, un deleite olfativo, gustativo y meditativo envuelto en una neblina aromosa y amorosa. Incluso inventó un neologismo para nombrar a sus puros: Das Arbeitsmittel, la “sustancia de trabajo”, pues estaba convencido que no podía pensar, asociar, escuchar, escribir, en fin… ¡trabajar! si no era con el auxilio del tabaco.
Pero su cielo se enturbió, el cielo de su boca y su mandíbula, ambos afectados por un cáncer maligno que restaría terriblemente a su calidad de vida. Se habría tenido que someter a múltiples intervenciones que lo obligarían a utilizar una molesta prótesis que le dificultaba comer y hablar. Su hija Anna solícitamente le haría sus curaciones cotidianas en la habitación contigua al consultorio, y le acomodaría la prótesis cuando el dolor ya le era insoportable.
En 1938 Freud parte a vivir en Inglaterra debido al acoso nazi en Austria, gracias al salvoconducto que le brinda su gran amiga María Bonaparte, a quien le escribe, al poco de llegar a Londres, que su mayor preocupación en esos tiempos turbulentos, era el tabaco. Ella lo dota de puros sin nicotina pues ni el cáncer lo había convencido de dejar el vicio. “No saben casi a nada” se quejaba con doble dolor. Fatigado, vencido y con un gran sufrimiento, Freud recarga su pesar en Max Schur, su médico y amigo, confiándole su deseo de terminar con su tortura cuando llegase el momento, Anna sería su cómplice. Así, en la noche del 22 de septiembre de 1939, en el número 20 de Maresfield Gardens, ayudado por tres inyecciones de morfina, Freud muere a los 83 años de edad, dejando tras de sí un legado inagotable que implicarían un cambio paradigmático en la forma de concebir al mundo y al ser humano.
Por mi parte, incursioné al estudio de Freud y sus doctrinas hace más de 20 años, dedicándole incluso mi investigación doctoral[4]. Siempre me sentí acompañada por él y por el cigarro. Tanto en el consultorio como frente a la computadora yo fumaba con Freud. No dejé a Freud pero si dejé el tabaco hace ya algunos años, mas con nostalgia siempre me digo que algún día nos volveremos a encontrar y regresaré a ver la vida a través de ese humo tentador.
BIBLIOGRAFíA
Doolittle, H. (1956). Homenaje a Freud
Freud, S. (1950 [1892-99]/1985). Fragmentos de la correspondencia con Fliess, Obras Completas, tomo I. Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1896/1981). Los Orígenes del Psicoanálisis 1887-1902 [1950], Cartas a Wilhelm Fliess (carta 53), Manuscritos y Notas de los años 1887 a 1902. Obras Completas, Tomo III CCIV (Pág. 3433). Cuarta Edición 1981, Madrid: Biblioteca Nueva.
Freud, S. (1900 [1899]/1985). Interpretación de los sueños, Obras Completas, tomo IV. Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1905 b/1985). Tres ensayos de teoría sexual, Obras Completas, tomo VII. Argentina: Amorrortu.
Grimbert, P. (1999). No hay humo sin Freud: psicoanálisis del fumador. Madrid: Síntesis.
Schur, M (1972). Freud: Living and Dying. New York: Int. Universities Press, Inc.
CONTACTO:
Facebook: Dra. Alexis Schreck-Psiconocer
[1] Schur, M. (1972).
[2] Grimbert, P. (1999).
[3] Durante los tiempos de la relación con Wilhelm Fliess
[4] Schreck, A. (2011). La compulsión de repetición: la transferencia derivada de la pulsión de muerte en la obra de Freud. México: ETM