Perder un amor: del duelo y sus vicisitudes

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Uno de los motivos de consulta más comunes con los que nos encontramos aquellos que trabajamos en el área de la salud mental es la terminación de una relación amorosa. No importa la edad ni la condición social, todos sufrimos al parejo cuando perdemos un amor y en su momento no pensamos que podemos encontrar consuelo en ningún lugar. La escritora española Rosa Montero dice que estar en un desencuentro amoroso es como estar mareado sobre la cubierta de un barco en aguas revoltosas, verde y devolviendo el estómago: uno siente que se está muriendo y a los demás les hace gracia.

Claro que es distinto si la relación duró unos cuantos meses a si se trata de un matrimonio de 10 años pero, aunque la relación haya sido corta, su ruptura implica el fin de una ilusión, de una esperanza, de un proyecto. En el proceso del enamoramiento uno se va desprendiendo del interés en uno mismo para poner esa energía en otra persona, en una pareja. Por eso se habla del amor como un estado de locura, pues uno va perdiendo el piso, el contacto con la realidad y la cotidianeidad y nos regodeamos al vernos reflejados en la mirada del ser amado; ahora resulta que la imagen que nos devuelven los ojos del amante es de una completud y felicidad perfecta.

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Es por eso que Igor Caruso en “La separación de los amantes” (2001) dice que el dolor producido por la separación es, en última instancia, un dolor narcisista (de la valía de uno mismo). Nos hemos mirado en los ojos del otro, nos hemos sentido plenos y dichosos, por un tiempo pensamos que “teníamos” al otro y estábamos siendo “tenidos.”

Dice Caruso: “Pensemos que un ser amó a otro, que hasta determinado día y momento poseyó el cuerpo viviente, el espíritu viviente, el calor ardiente, la presencia del otro ser. Vio, acarició, sintió, oyó, olió a ese ser, habló con él.”

El problema de la separación es la muerte, la muerte de uno en la mirada del otro, pero aún peor porque es una muerte en vida, con un sufrimiento inenarrable pues no sólo se extrañará al ser amado sino que con este se aleja nuestra imagen de completud y felicidad. Igual el otro morirá en nuestra mirada, de a poquitos, según vayamos pudiendo elaborar el duelo, desamarrando los recuerdos y dejándolos partir.

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Como bien dice Sabines: “muero de ti y de mí, muero de ambos… me muero, te muero, lo morimos”

Así, desgarrados, partidos, tenemos que emprender un viaje cuesta arriba, con un padecimiento a cuestas sitiado en el desencuentro. Por un lado debemos olvidar, de extrañando hacer extraño el recuerdo, de volver a salir a la calle sin que cada esquina, cada espectacular, cada coche y cada canción en la radio nos remita a aquellos momentos, ahora idealizados, plenos de encuentros amorosos.

Por otro lado y quizás el más difícil, debemos recuperarnos a nosotros mismos. Nos morimos en la mirada del otro, y un gran cacho de nuestra autoestima se esfumó con ello. La herida narcisista no cesa de generar dolor y discordia. ¿Cómo volver a construirnos y a recuperar nuestra valía? ¿Cómo dejar atrás el resentimiento (re sentir, y volver a sentir)?  La única respuesta es el olvido, bien lo dice Borges:

“yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganzas y el único perdón”

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