Hace unos años tuve la fortuna de entrar a la conferencia del psicoanalista argentino Luis Kancyper, autor del libro “Resentimiento y Remordimiento” (Ed: Lumen, 2006), que me tocó en forma muy particular porque el resentimiento es un fenómeno que observamos (o sentimos) más de lo que quisiésemos admitir.
Los efectos avasalladores del resentimiento ya habían sido descritos por Heráclito de Efeso (540 A.C. – 470 A.C.) hace 25 siglos:
“Hay que mostrar mayor rapidez en calmar un resentimiento que en apagar un incendio, porque las consecuencias del primero son infinitamente más peligrosas que los resultados del último; el incendio finaliza abrasando algunas casas a lo más, mientras que el resentimiento puede causar guerras crueles con la ruina y destrucción total de los pueblos.”
El resentimiento es la vivencia del tiempo sostenido por la permanencia de un rencor rancio e indigesto que no se puede procesar, y que deja a uno como un coche atascado en el lodo, que mientras más trata de avanzar, más se hunde y se ensucia. Es el perene recuerdo de una injuria, de múltiples humillaciones, que han herido nuestro ego y nuestro corazón.
Así queda uno imposibilitado para pasar a otra cosa, para elaborar el duelo y dejar ir el recuerdo de aquella persona que genero el agravio, y no se puede ni perdonar, ni olvidar. Surgen los ideales vengativos, la creatividad de la retaliación con su esperanza reparadora. El resentido crea imágenes de su venganza taliónica en la fantasía con tanto detalle y creatividad como si se tratara de una obra de arte. Ahí está puesta toda su energía, hora tras hora, día tras día, a veces por años (el Dr. Kancyper nos recuerda la novela de Sandor Marai “El último encuentro”, que relata un resentimiento que dura 41 años y 43 días).
El resentido presume su condición de víctima; adquiere derechos por las heridas narcisistas recibidas. En sus fantasías de venganza se revierte el quebranto, haciendo ahora del otro, del perpetrador, el objeto de las humillaciones más sádicas. Aquí se detiene el paso del tiempo y se inmovilizan ambos (resentido y victimario), como forma de retener para siempre, aunque sea en la fantasía, a aquel que nos lastimó.
Así, el resentido hace un culto a la desgracia, permanece enfermo de reminiscencias, retenido, detenido, entretenido…
No se resigna a aquel que lastimo, no se le deja ir, no hay duelo. Es como vivir con los ojos en la nuca, mirando hacia atrás ¡para siempre! Y todos los que me están leyendo saben de qué estoy hablando, todos lo hemos vivido alguna vez.
¿Cómo se sale de ahí? Considerando una gran verdad: que en la mente del resentido se han entretejido tanto él mismo como su victimario en una historia de idealización y de sobrevaloración tanto de uno como del otro. Tanto se ha reforzado la victimización del resentido como también le ha atribuido grandes dotes, aunque sean destructivas, al victimario. Con esta historia que el resentido se cuenta una y otra vez cae en un automartirio que martiriza a quien lo escucha, obsesivamente.
“Ni es para tanto” deberíamos poder decir en algún momento dado: ni yo soy tan importante y tan sufrido ni el que me lastimó es tan significativo y tan poderoso, ni esta historia es tan trascendental y única como para dedicarle mi vida. Es un protagonismo que ya no deseo tener, aunque pierda mi lustre de víctima y de mártir. Me tendré que redefinir desde otro lugar. Pasar a otra cosa, aceptar el dolor, elaborar la pérdida (“perdí, me lastimaron y perdí”) y dar entrada al duelo. Hay que recordar que las heridas que no cicatrizan se reinfectan.
“Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”
Jorge Luis Borges