La psicoanalista Alice Miller, en su libro “El cuerpo nunca miente” (Tusquets, 2005) hace un extensivo estudio de la vida de diversos filósofos, poetas y escritores (desde Nietzsche hasta Proust), así como de sus propios pacientes y de ella misma, para explicarnos cómo el maltrato sufrido en la infancia por parte de nuestros padres, termina generando graves enfermedades y dolencias físicas y emocionales que pueden incluso terminar prematuramente con la vida.
Cuando Miller se refiere a maltrato no sólo habla de los golpes o de las veces que se nos gritó o se nos encerró, sino también de la frialdad y la falta de mirada, la devaluación o el desprecio que uno pudo haber sufrido bajo la tutela de nuestros progenitores.
Sin embargo para Miller el mayor problema reside en el Cuarto Mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre”, pues es en esa supresión de lo vivido y de lo que uno genuinamente siente con respecto a sus padres -por la contradicción del “deber ser” moral,- que el cuerpo resulta ser el depósito del dolor no expresado y no tramitado.
“El cuerpo parece insobornable y tengo la sensación de que conoce perfectamente mi verdad, mejor que mi yo consciente.”
Incluso los mismos psicoterapeutas tienen siempre la tendencia a decirle a sus pacientes que deberían de perdonar a sus padres, que tienen que “reconciliarse” con su pasado… No se nos permite sentir lo que una madre o un padre maltratador realmente nos provoca, sino que debemos apaciguarlo incluso hasta frente a nuestro terapeuta (¡no vaya a ser que a él o a ella también se les despierten sus propios monstruos!)
El asunto, dice Miller, sería dejar atrás las antiguas expectativas infantiles (ser querido por los padres, por ejemplo) y respetarse a uno mismo y entender que, mientras se siga negando el dolor originado por las heridas, uno pagará el precio con la salud.
“Cuando aprendamos a vivir con los sentimientos y a no luchar contra ellos, ya no veremos en las manifestaciones de nuestro cuerpo una amenaza, sino útiles referencias a nuestra historia”
TENEMOS DERECHO A SENTIR
El niño crece en un estado de impotencia frente a sus padres omnipotentes. Depende al 100 % de aquellos seres que, en ocasiones, descargan sus propios infiernos sobre este hijo. Él crecerá pensando que eso es amor y, a cambio, estará en la posición infantil de seguir alimentando este vínculo, lleno de expectativas, ilusiones y negaciones. El precio de este vínculo lo pagaran estos niños que crecerán con el espíritu de la mentira, y del “supuesto” beneficio de este tipo de educación. Se sentirán siempre en deuda con estos padres que “le dieron todo, o al menos, lo que buenamente pudieron.” Está negación se pagará cara, se pagará con la salud pues se opone a la sabiduría del cuerpo.
El fracaso de muchas terapias es que permite que el paciente, ya adulto, reconozca el dolor y las injusticias, pero terminan cayendo en la trampa moral de esperar que el perdón sea la vía de curación, y que el adulto siga teniendo expectativas infantiles (“Si cuido a mi papá ahora que está enfermo, me va a ver, me va a reconocer, me va a querer”).
La solución es encontrar y ser asistido por un terapeuta (u otra persona) que funcione como un testigo con empatía, y que pueda entender el miedo y el odio hacia estas figuras parentales para, poco a poco, romper los vínculos destructivos, incluso si ello implica la distancia o la ruptura.
“El perdón nunca acaba con la compulsión a la repetición.”