Aunque suene raro, durante los tiempos de don Porfirio se inventó la noche. Hasta antes de la llegada de la electricidad a las ciudades, la vida de las personas casi estaba atada al ritmo de la naturaleza, y los intentos para enfrentarse a la oscuridad no llegaban muy lejos: los quinqués con aguarrás y las velas siempre perdían la partida. A la mayoría de la gente no le quedaba más remedio que irse a dormir como las gallinas. La noche era peligrosa. Sin embargo, en cuanto se encendió el primer foco, los citadinos comenzaron a inventar y descubrir nuevas actividades que, por supuesto, demandaban más electricidad a las plantas de Nonoalco, la Verónica, Indianilla y San Lázaro que estaban en la Ciudad de México, y a ellas pronto se sumó la producción de la presa de Necaxa.
La electricidad no solo iluminaba, gracias a ella era posible desvelarse, conversar sin miedo a que las velas se acabaran, irse de parranda a los lugares que estaban más que aluzados y, de pilón, ir a dar la vuelta a las plazas o entrar a los grandes almacenes. Incluso, una de las maneras de divertirse quedó profundamente vinculada con la nueva energía: el cine que, en tiempos de don Porfirio asistió al nacimiento del primer templo para las películas. El Salón Rojo que tenía la primera escalera eléctrica que se montó en la Ciudad de México. Si la gente iba por las pelis o a treparse a ese armatoste era lo de menos. Fuera como fuera, la luz era la ganona.