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La idea de organizarle una pachanga a los meros meros no era nada mala: las ansias de quedar bien, de cerrar un negocio o ganarse una distinción eran más que suficientes para hacerlo. Desde los tiempos de la guerra de independencia, esto ya era costumbre: a Agustín de Iturbide, en una de las comelitonas que le dieron en su camino a la Ciudad de México, le prepararon por vez primera unos chiles en nogada que se convirtieron en uno de los símbolos del nacionalismo. En el caso de los presidentes y los caudillos, la cosa tampoco era distinta: la boda de Santa Anna se celebró como si fuera fiesta nacional, los cumpleaños de los mandamases obligaban al jolgorio, y lo mismo sucedía con las autoridades de la Iglesia: ser obispo o arzobispo era garantía de tener sobradísimas invitaciones para celebrar el santo o el cumpleaños. Incluso, el seriesísimo Juárez tampoco se quedó atrás en materia de homenajes y pachangas: el jueves 27 de diciembre de 1866, cuando llegó a Durango, se estrenó con bombo y platillo el Himno a Juárez que compusieron Antonio Verduzco y Miguel Meneses.

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CHILES EN NOGADA - Club Todos Somos Chef

A pesar de que las fiestas a los mandameses eran un asunto común y corriente debido a los quedabien, las pachangas de Maximiliano y Carlota tuvieron lo suyo. El cumpleaños de la Emperatriz era un espléndido pretexto para ser muy requete buena con sus súbditos. Efectivamente, a ella y a su marido les urgía ganarse a los mexicanos. Por esta razón, Carlotita aprovechaba su cumple para hacer buenas obras: le regalaba dinero a los hospicios, fundaba hospitales de maternidad o ayudaba a las escuelas que estaban a un tris de la ruina y, ya encarrerada, también aprovechaba el día para perdonarle la vida a algunos. En uno de sus festejos le cambió la condena a muerte a un par de asesinas, los años de trabajos forzados le parecieron mucho mejores que la posibilidad de que se las echaran al plato, y, en otra, evitó que los soldados juaristas que iban a ser fusilados se pararan delante del pelotón. Claro, esto solo se llevaría a cabo si ellos se cambiaban de bando.

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Maximiliano tampoco se quedaba atrás. En sus cumpleaños se organizaban fiestas en las ciudades y los pueblos que controlaba el imperio. Los bailes populares y de postín, los malabaristas y los contorsionistas, los discursos y los fuegos artificiales no se hacían esperar. Estos tronidos eran los legítimos herederos de la pirotécnica que se encendió el día que el Emperador llegó a la Ciudad de México, cuando con lumbre de hartos colores, los coheteros mexicanos —a su leal saber y entender— dibujaron el Castillo de Miramar. Además de esto, el cumple del Empeorador (así le decían a Maxi) también se celebraba con los actos que mostraban el valor y el adelanto científico más apantallante de aquellos años: en algunas ciudades —como ocurrió en Oaxaca— despegaron globos aerostáticos con tal de que quedara bien claro que Maximiliano era el mero mero.

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