La abandonó y sintió que moriría sin él (Repostería para el alma)

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De Fresa y Piña

Cuando llovía se detenían muchas cosas en el rancho, muchas, pero no todo, especialmente en la repostería “Las Tres Marías”.

—Abuela, ¿me das para comprar unas empanaditas de con Mari? –pregunté a la abuela.

—¿Pos que no queda todavía pan del que hicimos de camote?

—Pos si abuela, pero pos es que se me antojaron unas empanaditas de fresas y piña.

La abuela nomás sonrió, sabía lo antojadizo que era su nieto y buscó en la bolsa de su delantal unas monedas y dijo:

—Toma, te compras unas dos para ti.

—¡Gracias abuela! –tomé el dinero, le di un beso y me di la vuelta.

—Pérese, ¿onde va?

—Pos por las empanadas.

—Deje le encargo, se trae otras dos para mí, las dos de fresa.

—¡Sí abuela! –y entonces si salí corriendo.

Así nubladito como que se antoja andar de languciento, de antojado, y no era yo el único, pues en la repostería de Mari ya había algo de gente y una pequeña fila, que la verdad, cuando anda uno de antojado, se ve larguísima y eterna.

Cuando llegó mi turno, ya babeaba como perro en carnicería, los olores hacían lo suyo y mi cuerpo entero lo sabía.

—Buenas Mari –saludé.

—¿Qué anda llevando mijo? –preguntó.

—Tres empanaditas de fresa y una de piña

—¿Ya probaste la de cajeta?

—No Doña Mari, ¿está sabrosa?

—Te voy a dar una para que la pruebes.

—¡Muchas gracias!

—Pero le compartes a la abuela ¿eh?

—¡Clarín corneta!

La repostería no era como las panaderías de hoy, en esta había un gran mostrador de madera pintada de blanco con la superficie y las paredes de vidrio, a los laterales otros iguales pero verticales y al fondo donde iba llegando el producto.

Doña Mari solo vendía empanadas, sino toda una serie de delicias tan altas en calorías como en sabrosura, morder una de las creaciones de “Las Tres Marías” era como ir al paraíso y de regreso, todo estaba hecho con mantequilla que ella y sus hijas preparaban artesanalmente, así que ya se han de imaginar aquello.

Me entregó las empanaditas en una bolsita de papel, me subí a la bici y le metí turbo como si quisiera ganar el Tour de Francia en diez minutos, dénse de santos que llevaba las manos ocupadas con los manubrios de la bici, que si no, le hubiera dado “matarili” a las empanaditas antes de llegar.

—¡Abuela, ya están aquí las empanaditas! –entré gritando como quien se hubiera sacado la lotería.

—Canijo muchacho, me sacaste un susto.

—Perdón abuela… ¿ya nos las comemos?

—¿Ya viste lo que hay en la estufa?

La abuela hacía el más delicioso te de hojas de limón y naranjo, lo hacía cargadito y le añadía un poquito de azúcar, nomás para darle saborcito. Ese té era el complemento perfecto de las empanaditas, porque “el café les mata el sabor” decía la abuela.

No hay nada mejor que no hacer nada.

Nos fuimos al patio trasero, estaba nublado y olía delicioso a tierrita mojada, el fresco estaba en todo el ambiente, me encantaba ver comer a la abuela, le mordía a la empanadita con los ojos cerrados, masticaba despacito, luego la ponía de nuevo en el plato de peltre, entonces, tomaba su jarrito con el tecito, le daba un trago, cerraba los ojos y en ocasiones hasta suspiraba.

—¡Con ganas de haber comprado unas diez para cada uno! ¿Verdad abuela?

—¿Pa que tantas?

—Pos para llenarnos de empanaditas.

—Pos si era probete, no hartete –dijo riendo.

—¿No te acabarías más de estas?, están deliciosas abuela.

—La vida no se trata de llenarse, de empacharse mijo, se trata de disfrutar cada momentito, cada bocado pues, que lo sienta la boca hasta que llegue al alma.

—Abuela… se me hace que Doña Mari se va a volver millonaria.

—¿Tu crees?, ¿por qué?

—Pos porque siempre tiene mucha gente, cuando estaba ahí le dijo a unas señoras que ya tenía pedidos de fuera y que estaba mandando a Torreón, Parras y Saltillo.

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—Bendito Dios que le está yendo bien, se lo merece después de haber sufrido tanto.

—¿Sufrido?, ¿Por qué dices que Doña Mari sufrió abuela?

—¿Quieres que te cuente la historia?

—¡Si abuela por favor! –le dije emocionado, las historias de la abuela siempre han sido de mis cosas favoritas.

—Bueno, pero primero vaya a la cocina y llene este jarrito de tecito, porque ya está muy vacío.

A Dios rogando…

Cuenta la abuela que de joven Doña Mari se encontró con un hombre guapo, que tenía muchas admiradoras, trabajaba para unos dueños de establos, por lo que siempre traía buena camioneta en las que paseaba a sus conquistas.

Con lo que no contaba aquella joven María Engracia, era con que un día Genaro pondría los ojos en ella, ¿por qué se habrá fijado en mí?  “Si no soy bonita como las otras, ni tengo el cuerpo de ellas, ni me visto como ellas”, preguntaba la joven a su mamá, a lo que la madre le contestaba, “precisamente por eso mija, porque no eres como las demás”.

Poco duró el noviazgo de María Engracia y Genaro, al poco tiempo se casaron y a la vuelta de los meses ya tenían a su primera hija a la que llamaron María Teresa, luego la segunda, María José.

Muchas cosas cambiaron para María Engracia, cuidar a sus dos hijas, mientras se limpian casas, se lavaba y plancha ajeno, no era cosa fácil, y menos con un marido que usaba ese dinero para irse con otras mujeres.

A veces María ni para la leche tenía, pero no faltaba gente que se apiadara de ella y sus niñas, como sus patrones por ejemplo, que siempre procuraban apoyarla, pero todo tenía un límite; un día en casa de sus patrones, llegó Genaro por María, ella todavía no terminaba sus labores por lo que aún no le pagaban, su marido molesto, le exigía dinero para irse a pasear, Mari, por primera vez se opuso rotundamente.

—No Genaro, ya no más, ese dinero es para mis hijas, que ya tienen dos días que las tengo sin leche, nomás a puros frijoles con tortilla y galletas con te de manzanilla –dijo la mujer mientras le temblaba la voz y con ella el cuerpo entero.

—¡Que me lo des carajo! –dijo mientras la estrujaba de los hombros.

Una de las niñas, Mari Tere, intentó defender a su mamá, pero el bruto del padre, sin miramientos la tiró al suelo de una bofetada, luego tomó a María Engracia del cuello y la comenzó a ahorcar.

María pensó que en ese momento la iba a matar, que ya no podría cuidar de sus pequeñas ¿por qué lo hice Dios mío?, ¿ahora quién va a cuidar de mis niñas?, pensaba a sus adentros; pero como dice la abuela Licha, “Dios siempre tiene ángeles para ayudarnos y por lo general están entre nosotros”, así, de la nada, salió el chato a defenderla.

El Chato era un perro negro que era de la casa en la que ella trabajaba, era la adoración de las niñas de María, su compañero de juegos y él las cuidaba más que a sus propios amos.

El Chato, entró como un tigre al cuarto de servicio, agarró de una pierna a Genaro y por más que se lo sacudía, el animal no lo soltaba, María Engracia corrió a proteger a sus niñas que lloraban espantadas viendo la escena.

La abuela también dice: “Generalmente los buenos se van primeros, porque Dios los necesita”, y pues sí, esa tarde, Dios necesitaba al Chato, vayan ustedes a saber por qué, pero se fue, Genaro sacó su pistola y le disparó al noble animal en la cabeza.

Las niñas corrieron a abrazar a su amigo mientras él las miraba como despidiéndose, con una mirada tan llena de amor como la de un padre que ve por última vez a sus hijos: María Engracia corrió a la puerta a ponerle la tranca.

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Esa misma noche, María Engracia se quedó sin trabajo, ya nadie más en el pueblo la quería ocupar, sabían que tarde o temprano podría llegar Genaro y armar un escándalo, las tres marías se encontraban solas, a su suerte.

María Engracia fue a casa de su mamá a pedirle posada, la mujer no la aceptó, le dijo que ella era harina de otro costal.

—Aguántese que pa eso es mujer y pa eso se casó, usted ya tiene marido.

—Pero mamá, mira lo que nos hizo.

—Ay hija, para eso es uno mujer, para aguantar y para esos ello son hombres, no me metas en problemas y vaya y atienda a su marido, ¿a poco crees que yo no le aguanté cosas a tu padre?

Esa noche, María y sus hijas estaban durmiendo afuera de la clínica del pueblo, al cabo ahí siempre había gente que esperaba por sus enfermos, así que unas personas más, una menos, nadie diría nada, esa noche llegó otro Ángel a su vida.

—¿Tamalitos y atole? –se escuchó una voz dulce, cálida.

María despertó del cabeceo constante del sueño que ya no podía con él, medio abrió los ojos y vio a una dulce monja sonriéndole.

—¿Tamalitos y atole? –preguntó de nuevo.

—Este…no, gracias –contestó pasando saliva.

La monja se dio cuenta del antojo de la mujer, vio sus labios blancos del hambre y sed, lo había visto tantas veces que lo reconocía fácilmente.

Son regalados, no te van a costar, anda mujer.

María se incorporó de inmediato y despertó a sus pequeñas.

—Te voy a traer un atolito y unas empanaditas para las niñas, nosotras mismas las hacemos.

Aquella noche, después de haber repartido todos los tamales, empanadas y atole, la monja se sentó a platicar con María, supo toda su historia y se la llevó junto a sus hijas con ellas por un tiempo.

Mientras estaba con las monjas, se enteró que Genaro el hombre al que amó, se fugó con su cuñada (de él), o sea la hermana menor de María Engracia, cosa que le dolió, pero finalmente fue como fuego que cauterizó una herida que tenía abierta.

Con las monjas María hacía labores de limpieza, jardinería, cuidar enfermos y otras labores junto a las monjas, no había sueldo, pero tenían un techo y comida. Fue ahí en esa cocina donde María conoció a una monja de Puebla, ella le enseñó a hacer empanadas, las cuales comenzó a vender los sábados en una canasita afuera de la iglesia.

Poco a poco las empanadas fueron ganando fama hasta el punto que dos de las monjas le ayudaban en otros puntos a vender.

Tiempo después, las monjas se tuvieron que ir o las cambiaron, por lo que María se quedó con los cocedores, decidió que no estaría más en la calle con sus hijas y así que rentó la casa en la que estaban las monjas, ahí nació su negocio de repostería a la que llamó “Las Tres marías”

—¿Qué buena historia abuela!, qué bueno que le fue bien a María, después de tanto sufrimiento.

—Y eso que Genaro siempre le decía que ella era una inútil, que no valía para nada.

—¿En serio?

—Por eso no hay que creernos lo que la gente nos dice.

—¿Te imaginas abuela? Si no le hubiera pasado todo eso, a lo mejor y ella hubiera seguido igual ¿verdad?

—Así es mi niño, Por eso nunca se queje de lo que le pasa mi niño, que Dios le quita a uno todo lo que a uno le estorba.

Y la abuela tiene toda la razón, a veces Dios, la vida se encarga de quitarnos lo que no nos sirve o nos hace daño, los tercos somos nosotros.

 

¡Hasta el próximo Domingo!

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