Aunque algunos lo nieguen o miren para otro lado, la mera verdad es que morirse es una costumbre que tiene la gente. En tiempos de don Porfirio, cuando alguien estiraba la pata, lo que seguía dependía de los bolsillos de sus deudos: los más finolis y modernos dejaron de velar a los difuntos en sus casas y comenzaron a hacerlo en los lugares que se dedicaban a este asunto. No por casualidad, en 1875 se fundó la empresa Eusebio Gayosso y Compañía en la Ciudad de México, la cual ofrecía los mejores servicios para estas ocasiones. Además de esto, las familias de siete apellidos tampoco dudaban en sacar la cartera para rentar un tranvía mortuorio para llevar el ataúd al cementerio y, de pilón, contrataban otro para los dolientes que lo acompañarían en su último viaje.
Las costumbres modernas y finolis no eran las únicas que rifaban en los días de tristeza y llanto. Las familias más conservadoras —y las que tenían problemas de lana para ir a ver a don Eusebio— seguían velando a sus muertos en sus casas o, si tenían vara alta, hasta podía tocarles una misa de cuerpo presente o una rezadera con sobrados sacerdotes que no dudaban en pedirle al cielo por el alma que seguramente iba para allá. Además de esto, como la fotografía ya estaba casi al alcance de todos, los viejos cuadros que retrataban a los cadáveres fueron cambiados por las imágenes que tomaba el fotógrafo del rumbo. Nada como tener un recuerdo del angelito o del adulto en sus últimas horas sobre la tierra.
Los velorios populares también tenían lo suyo: el muerto se colocaba en la mesa, le ponían sus cirios y, en menos de lo que lo estoy contando, llegaban las rezanderas con sus rosarios, los cuates y los familiares que siempre traían algo de beber y de comer, y a ellos pronto se sumaban los músicos que rascaban las tripas para empeorar las canciones que le gustaban al muertito. En muchos casos, cuando el velorio se terminaba y los escándalos no habían sido mayúsculos, la gente cargaba el ataúd —o el petate— hasta el cementerio. Si se podía, los músicos los acompañaban y, de pilón, se contrataba a un cuetero para que tronara sus maravillas en el mero cielo. A como diera lugar había que avisarle a la corte celestial que estuvieran listos para recibir el alma de la persona que se había petateado. Lo que esa persona hubiera hecho en vida ya estaba perdonado y olvidado, ya era un ánima que solo se merecería los buenos recuerdos y, obviamente, una celebración de miedo el Día de Muertos.