Juvencio el limosnero y su inseparable amigo

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Verdades de a peso.

La primera a vez que lo vi, estaba borracho hasta las chanclas, él, no yo, no vayan a mal pensar, si yo apenas tenía como ocho años.

—¡Quiubo Juvencio! ¿cómo estás?, ¿ya andas con tus alipuses encima verdad? –le preguntó mi padre aquella noche que íbamos entrando al restaurante que se había montado en la feria del 15 de Septiembre.

— Nomás me tomé una cervecita patrón –dijo con una voz carrasposa y con la risa de oreja a oreja.

—¿Y las demás te las untaste o qué? –le preguntó mi papá.

Juvencio solo reía y reía, parecía un niño, mi papá le dio unas monedas y le dijo:

— Ten, para que completes un lonche.

—¡Gracias patrón! –Juvencio vio las monedas y salió corriendo.

— Apa´… ¿y si no compra comida y se compra otra cerveza o vino? –le pregunté a mi padre.

— Pos sepa, yo le di para comida.

Mi padre tenía razón, muchas veces queremos, deseamos que las cosas sean, sucedan como uno quisiera, pero la verdad de las cosas, es que pocas veces la vida nos lleva por donde queremos.

Chupando que es gerundio

No había quien se le acercara a Juvencio cuando estaba tirado en la calle, Diógenes, su perro e inseparable compañero se volvía una fiera cuando veía que alguien se le acercaba, era mejor irse por la acera de enfrente que pasar siquiera por un lado.

Una vez, se paró la “julia” (así llamábamos a la camioneta cerrada que traía la policía) para ver si Juvencio aún respiraba, pero eso sí, se estacionó en la acera de enfrente.

— Oficial Ibáñez –dijo el jefe de los policías.

—¡A sus órdenes jefe! –contestó el novato.

— Vea las condiciones del individuo para ver si no lo llevamos o le hablamos a la ambulancia –ordenó.

— O si le hablamos a la funeraria –dijo riendo Ramos, uno de los policías más veteranos.

—¡Si señor! –contestó Ibáñez.

De un brinco Ibáñez bajo de la camioneta y deteniéndose la gorra de policía cruzó la calle para acercarse a Juvencio, sus compañeros se tapaban la boca para que no escuchara sus risas.

— Pobre güey, a ver si sale vivo –dijo uno de ellos.

— Como son gachos, se la bañaron con el pobre muchacho –dijo otro.

— No agüiten la diversión, que todos pasamos por alguna novatada –habló el jefe.

Y si, efectivamente, el pobre de Ibáñez no llegó siquiera a subir la acera, pues Diógenes salió de atrás del cuerpo de Juvencio y mientras ladraba, se le fue encima.

— Hey, perrito, tranquilo, tranquilo…perrito… ¡no perritoooo!

Esas fueron las últimas palabras de Ibáñez antes de verlo correr los cien metros en menos tiempo que un atleta olímpico.

Contigo pan y cebolla.

Si alguien era derecho con sus amigos, era Juvencio, bueno, mejor dicho, con su amigo Diógenes, cuando alguien le daba para un pan, Juvencio sin pensarla dos veces le daba la mitad del pan a su amigo, y si le daban dinero, ahí la cosa cambiaba, iba a la carnicería y le compraba retazos a su amigo, y él para festejarlo, se compraba algo para brindar por el acontecimiento.

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En tiempo de frío, Juvencio colocaba en el suelo cartones y periódico, luego se cobijaba con más periódico y un viejo cobertor que le habían regalado, pero eso sí, jamás olvidaba a su compañero, pues dormían uno al lado del otro, el amo, mejor dicho, el amigo, nomás levantaba la cobija y el perrito solo se metía, ambos sabían que se necesitaban para darse calor en las épocas de clima difícil.

Una vez que estaba lloviendo a cántaros, el cura vio a Juvencio que estaba afuera de la iglesia e hizo lo que nunca.

— Hey Juvencio, Juvencio, anda métete que te va a dar una pulmonía con esta lluvia –le dijo el cura.

El pordiosero no la pensó dos veces y entró a la iglesia.

— No Juvencio, el perro no, nomás tu.

—¿Y por qué el perro no Señor cura?

— Pos porque es un perro.

— Pero también se moja y tiene frío.

— Pero es un perro Juvencio.

—¿Pos que no Dios hizo a los animalitos?

— Pues sí, claro, si no él ¿Quién más?

— Ahí está.

—¿Ahí está qué Juvencio?

— Pos que Dios hizo al hombre y a los animalitos, tons somos como hermanos ¿qué no?

— Dios le dio al hombre dominio al hombre sobre la tierra y la creación, así que no somos iguales.

— Pos si, pero pa cuidarlos, no para aplastarlos… ¿O qué lo que dijo Pancho no es cierto?

— Pancho, ¿cual Pancho? –preguntó el cura extrañado.

— Pos Pancho, Francisco de Asís, tu santo de tu iglesia… ¿no decía que todos los animales eran nuestros hermanos?

— Mira Juvencio, ya andas borracho y no voy a discutir contigo, o entras tú y dejas al perro afuera o no entra nadie ¿entendiste?

— No Señor cura, a onde voy yo va Diógenes, y onde Diógenes no es bien recibido, por yo tampoco, así que con su permiso.

Juvencio se fue de la iglesia y se fue a resguardar en el kiosco, mientras el cura vociferaba al cerrar la puerta:

— Eso me gano por andar de buen samaritano, gente mal a agradecida, pero es la última vez que le digo a un loco que…

Conforme Juvencio se alejaba, las palabras del cura se iban apagando, y sus oídos se llenaban de una música más hermosa, la de las gotas de agua al golpear con los charcos.

Juvencio y su inseparable amigo se fueron a dormir al kiosco, arriesgándose que la policía se los llevara, pues eso estaba prohibido y él y su amigo lo sabían.

A la mañana siguiente, cuando apenas salía el sol, Don Rica, el barrendero de la plaza, vio que Juvencio estaba dormido al lado de su perro, pero como ya sabía cómo estaba el abarrote, en lugar de acercarse mejor le fue avisar a la policía para que se lo llevaran a la cárcel.

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La policía llegó, pero no pudo hacer gran cosa, el perro al escuchar la camioneta se levantó y comenzó a ladrar a la orilla del primer escalón de abajo del Kiosco, distracción que aprovechó otro de los gendarmes para ir por la parte de atrás, brincar y despertar al dormido.

—¡Jefe, jefe! –gritaba Agapo agitando la mano.

—¿Quieres que te vea el animal?, no sea bruto! –dijo uno de sus compañeros.

—¡No se mueve, Juvencio está muerto jefe, está muerto! –dijo Agapo.

—¡Aguas, aguas, que ahí viene el animal! –gritó otro de los policías.

—¡Dispárenle, dispárenle! –ordenó el comandante.

Diógenes recibió varios disparos en el cuerpo, en ambos muslos, pero aun así, herido seguía corriendo en dirección al policía que se encontraba en el Kiosco a un lado de su amo; Agapo, temblando con pistola en mano, apuntaba a los escalones del Kiosco, apenas vio al perro y disparó, no se dio cuenta si lo hizo bien o no, porque tuvo que cerrar los ojos para poder hacerlo.

Diógenes murió finalmente por un disparo en el pecho y su cuerpo cayó inerte a un lado de su amo, encima del brazo que tenía extendido.

— Si no fuera por la sangre, hasta parece que todavía están durmiendo –dijo el comandante.

El cura de la iglesia fue avisado de lo acontecido y fue a ver los cuerpos, luego, quizá por remordimiento o vayan ustedes a saber, pidió al sacristán que le trajera agua bendita para rociar y bendecir el cuerpo de Juvencio.

— Oiga padre, ¿al perrito no le va a echar agua bendita?

— Mujer, ¿Cómo crees?, el agua es para los humanos, no para los animales

— Pobres, deberían enterrarlos juntos, de cualquier manera Juvencio va para la fosa común –dijo uno de los policías.

—¡Eso de ninguna manera!, el cuerpo del ser humano es sagrado y los animales son solo eso… animales –dijo el cura mientras se alejaba con el agua bendita.

— Bueno señores, ya escucharon al Señor cura –dijo el comandante de la policía.

El cuerpo de Juvencio su fue echado a la fosa común y el de Diógenes fue a dar al tiradero municipal.

Pero de una cosa si estoy seguro, que en alguna parte hay un paraíso en donde viven los amos que amaron a sus mascotas, y las mascotas viven ahí felices con sus amos, digo, sus amigos.

 

 

¡Hasta el próximo  Sábado!

 

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Imagen: marlon.lamula.pe

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