Temores en el ocaso

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Algo curioso me sucedió justo al término de ver la película cuya crítica están por leer: justo al final, en el momento en el que la pantalla quedó en negro y los créditos de dirección anunciaron que la historia había concluido, escuché exactamente la misma palabra altisonante a ambos lados de mi butaca. Tanto mi acompañante como un colega emitieron una maldición al unísono, pero por motivos distintos. No diré quién pensó qué, pero una de las expresiones fue de irritación palpable y la otra de admiración profunda.

Confieso que al paso de los días aún no puedo formarme una opinión definitiva sobre ‘Viene de noche’ (‘It Comes at Night’, d. Trey Edward Shults), una película que esperaba fuera una especie de filme de horror y supervivencia y que terminó siendo una visión cruda y fatalista de lo que podemos esperar del género humano ante un evento cataclísmico con repercusiones globales. Digamos que “esperanzador” no es un adjetivo que salte a la mente tras ver este filme.

Nuestra historia de inmediato busca sumergirnos en un panorama desolador y desconcertante a la vez. Una mujer llamada Sarah (Carmen Ejogo) intenta reconfortar a su padre, aparentemente moribundo. El hombre no responde a las últimas manifestaciones de cariño de su hija, y grotescas cicatrices sobre su piel manifiestan una condición irremediable, funesta. Hay otro hombre en escena: Paul (Joel Edgerton), quien preside el ritual premortuario del desafortunado anciano oculto tras una precautoria máscara antigas. Algo malo flota en el ambiente, y esa amenaza invisible pesa como una losa sobre los protagonistas.

El deceso del viejo y su subsecuente incineración en una fosa dejan marca indeleble en Travis (Kelvin Harrison Jr.), el joven hijo de Sarah y Paul quien parece haber visto suficientes muertes entre personas cercanas como para convertir sus 17 años en un estado de insomnio recurrente, que se ve interrumpido por sueños plagados de pesadillas. Esa mítica presencia nocturna del título no es una palpable amenaza física, sino un temor manifiesto que no responde ante los breves momentos de triunfo que puedan experimentar los afectados. Cada ruido entre las sombras, cada ladrido del perro familiar, se traduce en la posibilidad de que llegue el fin sin tiempo para reconciliarse con el destino.

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Una noche, mientras la familia guarecida en su distante morada en medio del bosque pondera otro día de rutina, se escuchan los inequívocos ruidos de alguien adentrándose en la vivienda. El invasor es un desesperado joven de nombre Will (Christopher Abbott), cuya identidad va formándose sobre cimientos fragmentados e irregulares, orillándonos a la desconfianza. ¿Es Will quien realmente dice ser? ¿Está infectado por la misteriosa afección? ¿Cómo encontró la casa? ¿En verdad tiene una esposa, un hijo, otros familiares? ¿Se encuentra en una misión carente de esperanza para ayudarles a vivir un día más, o todo es una historia para generar simpatía?

Los procesos donde la familia de Paul, Sarah y Travis busca hallar respuestas nos pueden parecer irritantes, pero el director y guionista Shults no oculta su interés por sumarnos a las tribulaciones que aquejan a su cuadro actoral. Simplemente quiere que sepamos lo mismo que sus protagónicos: prácticamente nada. Y esa nada debe intercalarse con vanos sueños de un futuro incierto. ¿Conviene aceptar la historia de Will, con todo lo que ello conlleva? ¿En verdad cabe el axioma de que “hay fuerza en los números” dentro de un escenario post-apocalíptico? ¿Perdemos humanidad con cada rechazo que perpetramos contra la humanidad misma?

Si has leído hasta aquí es obvio que intuyes lo que la premisa de la película revela a su reflexivo ritmo: la mente y el corazón no tienen lugar común ante escenarios tan desesperados. Sobrevivir es vital, pero resulta demasiado ambicioso cuando se desconoce la naturaleza real de la amenaza. Quizá dicha amenaza no es un virus que flota en el ambiente, sino la complacencia que nos hace dejar una puerta abierta. O la desconfianza ante otros miembros del género humano. O la compasión que nos hace bajar la guardia.

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Ver ‘Viene de noche’ me animó a buscar ‘Krisha’, el debut del realizador Trey Edward Shults. Se trata de un modestísimo filme independiente actuado por sus familiares cercanos y justamente celebrado por la crítica como una curiosidad que trasciende sus limitantes obvias para apoyarse en la fortaleza de sus convicciones. ‘Krisha’ es una película de curiosos afectos, de secretos que afloran para echar por tierra las mejores intenciones, de recriminación y culpa… pero nunca es una historia aburrida. El mismo fenómeno ocurre con esta segunda entrega de Shults, quien emplea juiciosamente los recursos a la mano (básicamente la historia de aislamiento y las convincentes actuaciones de sus estrellas) para ganarse todos los misterios que deja en el aire. Si el mundo entero se derrumba y no sabemos por qué, ¿nos merecemos esa resolución dramática?

Creo que no. Y tampoco nos hemos ganado ninguna ilusión de que, en el fondo, “todo va a estar bien”. Los miedos son más grandes que las intenciones más nobles, y su peso específico domina las conversaciones, las miradas de soslayo, las preguntas incómodas. El acto de dos jóvenes platicando sobre sus sueños no conducirá a un furtivo encuentro sexual. Compartir una botella (¿la última?) de whisky no sirve para hermanar a dos extraños. La risa de un niño no hace que un día sea bueno. Y finalmente, la validación de la muerte tampoco parece estar atada a lo justo, a lo espiritualmente deseable. La película desgarra, pero más por lo que no nos permite ver que por lo que esperamos de ella. Por supuesto, esa clase de cine merece verse más de una vez. Y soñarse muchas veces más, por incómodos que sean dichos sueños.

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