Abuela… ¿Por qué Papá grande se le olvidó quién soy?

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Abuela… ¿Por qué Papá grande se le olvidó quién soy?

Mueva la cola que después se pega

Mi papá grande, papá Manuel lo llamaba, en realidad era mi bisabuelo, pero como desde niño escuché que la abuela le decía papá, yo también le comencé a decir papá, después como ya tenía la costumbre muy arraigada, le seguí diciendo papá, papá Manuel o Papá grande.

Mi papá Manuel siempre fue un hombre muy fuerte trabajó toda su vida desde los siete años, todas las mañanas de lunes a viernes se levantaba a trabajar, en la pequeña carpintería que tenía en un cuartito al fondo de la casa.

Los sábados y domingos se iba a vender sus productos a la iglesia y a la plaza, que era cuando había más gente del rancho y de otros poblados cercanos.

—¿Y usted qué, no piensa ir a la escuela? –me preguntó serio mi Papá Manuel.

—No papá Manuel, lo que pasa es que los maestros de la escuela van a tener una junta del sindicato, y pos nos dieron el día libre –contesté alegre.

—Mira qué casualidad, en viernes, pos les quedó a modo –me dijo sin voltearme a ver.

—¿Quiere que lo ayude? –pregunté entusiasmado.

—Júntese unas tablitas y algo de viruta  y póngalas en el brasero… ¿ya sabe cómo verdad?

—¡Pos clarín corneta! –exclamé.

—¿Qué es eso? –dijo frunciendo el ceño.

—Pos que sí –dije mordiéndome la lengua.

Corrí al fondo de la carpintería y tomé lo que me acababan de pedir, luego acomodé todo en el brasero primero las virutas y encima las maderitas como haciendo una casita.

—Listo, ¿ya lo prendo? ¿me prestas cerillos? –pregunté.

—Tenga, nomás no se vaya a quemar –me respondió.

Papá grande se sacó de la bolsa del pantalón una cajita de cerillos y me la entregó sin voltearme a ver, eran otros tiempos, en ese entonces manejábamos cerillos, martillos, navajas, nos hacíamos un huevo si hacía falta y para los 10 años ya andábamos moviendo un tractor o una camioneta, pero como les digo, eran otros tiempos.

—Póngale encima la rejilla y luego la lata de la cola –me dijo.

Caminé obediente y puse la rejilla que era una parte de lo que antes había sido una puerta, luego fui por la lata de cola, es lata no sé cuántas recalentadas llevaba, pero siempre hacía bien su trabajo.

—¡Huele re feo esta cosa! –exclamé volteando el rostro de la lata de pegamento.

—Agarre un palo y no deje de moverle por que después se le pega, pero no muy rápido porque se “amelcocha” –me ordenó.

Hasta la fecha no recuerdo que en esas épocas un adulto nos haya pedido hacer algo “por favor”, pero eso sí, siempre hacíamos las cosas con gusto, y por qué no decirlo, hasta con cierto orgullo.

El jibarito.

Ya era domingo y tal y como me lo había prometido mi bisabuelo iría con él a acompañarlo para ofrecer sus sillitas de madera con tejido de ixtle, era un desfile de colores, algunas sillas estaban de color natural, otras blancas, verdes, rojas, amarillas y hasta una rosa.

—¿Cuál quieres que me lleve?  -pregunté desesperado.

—Calmantes montes alicantes pintos –me dijo.

—¿Cómo? –pregunté.

—Que no te desesperes –me contestó con una tranquilidad de un condenado a la horca en su última cena.

—Ten, tú te vas a llevar estas –me dijo mientras ataba tres sillitas como si fuesen un rompecabezas.

—¿Nomás tres?, pos si puedo de perdido con otras dos –reproché.

—Cuando vengamos usted se trae todas las que sobren –me dijo.

Acto seguido ató las que él se iba a llevar, haciendo una especie de pirámide, luego se puso una cuerda de ixtle con un trapo en la frente, se acomodó las sillas en la espalda, pujó levemente y comenzó a caminar de prisa.

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Apenas llevábamos unas cuadras, cuando me comenzó a dar el “dolor del caballo”, entre más caminábamos, más parecía que me alejaban el lugar a dónde íbamos.

Después de un rato llegamos a la iglesia, ahí nos acomodamos a un lado de una frondosa Lilia, entonces mi bisabuelo comenzó a bajar las sillas y acomodarlas en el piso bajo la sombra del árbol.

Minutos más tarde el bisabuelo dijo:

—¿Almorzaste? –me preguntó.

—No, como salimos de carreras yo…

Y sin dejarme terminar la frase, comenzó a caminar haciéndome un ademán para que lo siguiera.

Ese almuerzo fue como pisar el paraíso, comimos unos deliciosos tacos de barbacoa y mi bisabuelo con su coca cola y yo un delicioso Jarrito de Tamarindo.

Regresamos a nuestro lugar de venta y nos sentamos a esperar a los clientes, algunos minutos después la gente comenzó a salir de la iglesia, muchos se pararon a ver las sillitas, las chuleaban, les encantaban, los niños y niñas lloraban por una de ellas, los papás preguntaban precios… pero nadie compró nada.

Yo voltee a ver a mi Papá Manuel a ver qué cara tenía, pero creo estaba más triste yo que él.

—Papá Manuel… -hablé titubeando.

—¿Qué pasó mijo?

—Este… ¿ahora que vamos a hacer? –pregunté.

—¿Cómo que vamos a hacer?, pos a seguir vendiendo las sillitas que esto no se acaba hasta que se termina.

Volvió a hacer los atados de sillas y cada quien tomó las suyas, luego comenzamos el camino al otro lado de la plaza, cerca del mercado, ahí nos acomodamos a un lado de la nevería.

—¿Crees que aquí si venga más gente? –le cuestioné.

—Pues no sé si venga más gente, pero ojalá que si no viene mucha, los pocos que vengan compren algo, además un amigo que viene de Torreón me dijo que vendría por unas sillitas hoy.

—Los ojos se me iluminaron y la fe y confianza regresaron a mi vida con esas palabras.

A las cinco de la tarde comenzó el regreso para la casa, la persona que le había dicho que iba a venir por unas sillas nunca llegó, y los clientes tampoco, ya no sé si en ese momento me pesaban más las sillas en el lomo o la tristeza de no haber vendido nada después de haber visto a papá grande trabajar tanto durante toda la semana.

Solo recuerda que te necesito.

Una vez que llegamos a la casa descargamos todo en el taller de carpintería, luego acomodamos las cosas en su lugar, las sillas que ocupaban espacio de más, las llevamos a la bodega de la casa.

—Papá Manuel… estoy triste por lo que pasó hoy –dije.

—A caray, ¿y qué fue lo que pasó para que ande triste?

—Pues que no vendimos nada.

—¿Y por eso anda triste?, mire mijo, siéntese acá –me dijo señalando una sillita- cuando yo estaba chamaco –continuó- estaba la revolución a todo lo que daba, no teníamos ni que comer, a veces, mi madre que Dios la tenga en su gloria, molía el olote para hacernos atole, y cuando había masa para las tortillas, torteaba la masa quedito para que los vecinos no escucharan y vinieran a pedirnos.

—Qué triste ¿verdad?

—No sé, nunca nos dimos cuenta que éramos pobres porque éramos muy felices, a ver, lo de hoy en la mañana… ¿a poco no almorzamos rete sabroso?

—Sí, mucho.

—¿Y a poco no vio muchachas guapas en la plaza?

—Este…pues, pues… creo que si.

—¿Y qué sintió ahorita que llegamos y descansamos de traer las sillas en el lomo cargadas por tanto tiempo? ¿a poco no sintió que hasta flotaba en el aire de livianito, livianito?

—Pues sí, la verdad que sí, sobre todo eso, me sentí livianito, como que flotaba –contesté riendo.

—Pos ándele, eso es la vida, hay que ver y comer las cosas que a uno le gustan, y disfrutar de los pequeños momentos en los que uno no lleva uno una carga a cuestas.

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Ahí supe de donde había sacado tanta sabiduría la Abuela Licha, del tal palo, tal astilla.

Tiempo después, una tarde, fui al taller a ver si le faltaba algo o a ver si quería algo de la tienda,  “de seguro quería su Coca Cola chiquita, sus cigarros o ambas cosas” –pensé-

—Papá Manuel… ¿Se le ofrece algo? –pregunté.

Mi bisabuelo se encontraba apoyando su frente en el berbiquí mientras lo giraba lentamente.

—Sí, tráigame unos cigarros faros, y de pasada una coquita fría –me dijo.

Yo extendí la mano para que me diera el dinero, y lo que vi me dio escalofríos.

—Tenga –me dijo- y se queda con el vuelto par que se compre un chuchuluco.

—Pero… estos son… -aún no terminaba de hablar cuando sentí  una mano en mi espalda.

—Ándele, hágale caso a su Papá grande y traiga el encargo –me dijo la Abuela Licha.

El bisabuelo me había dado unos cerillos para comprar cigarros, ¿cerillos?, ¿Qué estaba pasando?, me fui a la tiendita, pero no alcancé a salir de la casa cuando me detuvo la abuela.

—Ten, para los cigarros –me dijo-

—Es que papá grande me dio unos cerillos y yo…

—Anda ve a traer eso, al rato platicamos largo y tendido – me dijo.

En la noche, ya tranquilos, la abuela me comenzó a platicar lo que le sucedía a su papá, con lágrimas en los ojos, me dijo que a veces ni a ella misma la reconocía, que se le estaban borrando historias y memorias de su propia vida.

Yo no pude asimilar en ese momento lo que la abuela me estaba diciendo, pero comprendía su dolor y poco a poco me fui dando cuenta de lo que sucedía con la enfermedad de papá grande.

Él seguía haciendo las sillitas, en ocasiones se olvidaba de cortar algo, o de tejerles los asientos con el ixtle, pero otras más las terminaba como siempre, ya no hacía las mismas que antes, la abuela ya no lo dejaba salir a venderlas desde una vez que se perdió y no supo cómo regresar a casa, afortunadamente el tío momo lo encontró cerca de la estación del tren.

En ocasiones la abuela y los tíos sacaban las sillitas y le decían que ya había ido a venderlas y le entregaban dinero, otras veces si lograban venderlas realmente.

Una tarde él estaba sentado en una mecedora viendo al horizonte al lado de la abuela, yo llegué y me senté junto a él viendo la caída del sol, para ese entonces yo sabía que ya no reconocía a nadie, así que mejor no hablé, los grillos platicaban entre ellos y nosotros los escuchábamos.

Y entonces el silencio que había entre nosotros se rompió:

—¿Quieres ir a vender sillitas conmigo? –dijo pausadamente y con una voz que apenas salía

—¿En serio? ¿quieres que vaya? ¿Ya estás mejor papá Manuel? -dije hincándome frente a él y viendo sus ojos verdes-  ¡abuela, abuela me reconoció, me reconoció.

Eso fue lo último que escuchamos decir a papá grande, a mi papá Manuel, pues siete días después cuando la abuela lo fue a despertar para que almorzara, el seguía durmiendo y así se quiso quedar, dicen que se quedó con una sonrisa en el rostro.

Yo no quise verlo en la caja, no pude, preferí recordarlo viendo al horizonte y pidiéndome que lo acompañara a vender sus sillas, y pensar que esa sonrisa con la que quedó, fue por recordar tantas cosas hermosas que había vivido en su vida, y quizá hasta en un descuido uno de esos recuerdos fuera cuando su bisnieto lo acompañaba a vender sus sillas.

 

¡Hasta la próxima semana!

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