Abuela… ¡Llegaron los gitanos al pueblo!

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Levantando las carpas.

—¿Qué no vas a terminar de desgranar el maíz? –me preguntó la abuela.

—Si abuela, pero más al ratito, es que vino el Pingüica y El Chanate para ir a los campos de beisbol.

—¿Y eso, que los partidos no son los domingos?

—Pos si abuela, pero es que dicen que llegaron los húngaros y se están poniendo a un lado de los campos de juego.

—¿Y eso qué?

Cuando la abuela preguntó, el Pingüica y el Chanate nomás se volteaban a ver entre ellos.

—Pos que vamos a ver como levantan las carpas los húngaros –dijo el Pingüica colorado de la vergüenza.

—Ay muchachos de porra, bueno –suspiró la abuela- pero terminando se me vienen todos a desgranar el maíz.

Contestamos con un “si” al unísono como si estuviéramos en la escuela y Salimos corriendo como cuando tocaban la campana al recreo.

Veíamos la polvareda que levantábamos con las bicicletas como si viniera una estampida de búfalos en el viejo oeste, y eso nos gustaba.

Cuando estábamos al otro lado del campo de beis, detuvimos nuestros vehículos, ahí estaba a la vista el campamento de húngaros, húngaros los llamábamos, pero quizá el nombre que debíamos haber usado era el de gitanos.

—Órale, ¿ya vieron cuantas camionetas son? –les dije a mis amigos.

—Son un friego –exclamó el Chanate.

—¿Nos acercamos? -preguntó el Pingüica.

Ni contestamos, la respuesta era obvia, así que salimos a ver más de cerca el campamento.

Recargados en los manubrios de las bicis, estábamos embelesados viendo cómo las mujeres iban sacando cosas y más cosas de las camionetas, por su parte los hombres sacaban las grandes telas y los largos palos para montar las carpas que hacían de casas de campaña, que era done mayormente se pasaban la parte del día.

—¡Mira traen un chango… y se parece a ti Chanate! –gritó emocionado y burlón el Pingüica.

—Ora si te surto –dijo el Chanate bajándose de la bici.

El Chanate iba negro de coraje, bueno dejémoslo en que iba enojado, el Pingüica se bajó de la bici y comenzó a retroceder, casi queriendo correr, que acá entre nos, no se para que se bajaba de la bici si lo que quería era alejarse del Chanate.

—¡Piedraaaas!

Fue todo lo que escuchamos, luego comenzamos a ver como a un par de metros caían los primeros misiles tierra aire de parte de los húngaros, seguramente les habían molestado nuestros gritos y esa era su manera de corrernos, y como buen amigo, salí a todo lo que daba la bicicleta antes que mis compañeros, digo, para abrirles camino, sin dejar de pedalear voltee y vi como el Pingüica salía en segunda y al final el pobre del Chanate, quien fue el único que le tocó una pedrada, lo bueno es que fue solamente un chichón y no una descalabrada.

¿Te leo la buenaventura?

Una semana después de aquel acontecimiento, la tía Tere entró corriendo a la casa buscando a la tía Inés.

—¿Pos que te traes muchacha, que son esos gritos? –dijo la abuela.

—No tía, no ha llegado –le contesté.

— ¿Qué no andaban juntas? –cuestionó de nuevo la abuela.

—Pos si amá, pero dijo que venía para acá y yo me quedé esperando a que salieran las palomitas de maíz de la tienda de Tita.

—¿Y aquella a dónde se fue?

—Po me dijo que iba al baño, y por eso vine.

—A lo mejor fue a los baños del mercado y tú te viniste para acá –contestó la abuela.

—No, esos baños no le gustan, porque están re cochinos –dijo la tía Tere.

—¡Ya se tía!, a lo mejor se fue a los baños que están abajo del quiosco, esos si están re limpios –le dije.

—¡Péreme amá!, deje la voy a buscar, no me tardo.

La tía Tere primero fue a su cuarto y luego salió de la casa, la abuela Licha me dijo:

—Ten un peso y te vas a comprar una nieve de raspa a la plaza.

—¡Órale abuela, que padre, gracias!

—Pero no va a ser de oquis, te me vas detrás de esta chamaca, pero que no te vea, a mí se me hace que hay gato encerrado.

—¿Por qué dices abuela?

—Qué casualidad que estas no se pierden ni para ir al baño y ahora no se encuentran… ¿y no viste que se fue primero a su cuarto?

No es por nada, pero después de Sherlock Holmes, estaba la abuela, eso que ni qué.

Por más que pelaba los ojos no encontraba a la tía Tere, no supe en qué momento se me perdió de vista, lo más seguro es que fue cuando cruzó el mercado por en medio, primera vez que me pasaba algo así, y vaya que yo siempre fui bueno para encontrar correcaminos, lechuzas, libres y otras monadas en el monte, en esas andaba y ya pensaba regresarme cuando me acordé que cuando salieron juntas habían dicho que iban a la mercería, así que para allá me fui.

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—Jovita, ¿no han venido por acá mis tías? –pregunté.

—Si mijo hace rato que andaban por acá, vinieron por unas hilazas para bordar.

—Oiga, y de casualidad, ¿no supo para dónde iban?

—No, pero si las vi muy entretenidas platicando con dos húngaras que las abordaron aquí afuerita.

Me fajé los pantalones (literal) y me subí a la bicicleta, no podía estar equivocado, tenía que ir al lugar donde había quedad pendiente una batalla, pero esta vez sería la guerra… me fui directo al campamento de los húngaros.

Entre gitanos no se leen las manos

Efectivamente, debajo de una de las carpas se encontraban sentadas la tía Tere y la tía Inés, frente a ellas dos húngaras, bajé la velocidad y me fui acercando más despacio, cuando estaba más cerca me bajé de la bici y caminé despacio, con ella a mi lado.

—¿A dónde lo vas? –escuché una voz conocida- ¿lo quieres tú más piedras?

Por un momento me sentí la mujer adúltera a la que iban a apedrear y Jesús la salvó con su famosa frase de: “El que esté libre de pecados que lance la primera piedra”, solo que acá yo llevaba todas las de perder, porque seguro estos no eran muy cristianos que digamos.

—¡Viene con nosotras! –alcancé a escuchar a la tía Tere que estaba ya de pie.

Así que, sin pensarla dos veces, me trepé a la bici y me fui al encuentro de las tías.

—Como te digo mujer, si no te hago la limpia, esa mujer te va a quitar el amor de tu vida, mira que solo te voy a cobrar veinte pesos –le decía la mujer de faldas largas, anchas y con varias capas.

—Pero, es que ya le pagamos veinte pesos –dijo la tía a la Tía Inés-

—Si niña, pero eso solo fue por leerles la buenaventura en la mano, esto es otra cosa, piensa mujer, es el amor de tu vida el que se va –dijo la mujer de nuevo.

—Tere…es el amor de mi vida –suplicó la tía Inés.

—¿Y el billete de cien peos que fui a traer a la casa?, ¿ese para que lo quiere? –preguntó la tía Tere.

—Ese solo es para limpiarla preciosa, anda dámelo que terminando te lo regreso de inmediato.

La tía Inés solo le hizo una seña de que se lo entregara, la tía soltó el aire e hizo lo que la tía le ordenaba, a final de cuentas ella era la mayor y eran sus ahorros.

La mujer tomó el dinero y lo puso en un paliacate rojo, en su otra mano traía un paliacate amarillo, y entonces comenzó “la magia”.

—Toma, cierra los ojos, ponte el paliacate amarillo en el corazón, no abras la mano hasta que yo te diga, ustedes (nos dijo) háganse para allá que no quiero que les caiga la sal y la desventura.

Seguí a la tía Tere y nos hicimos unos dos o tres metros hacia atrás, la mujer pasaba una y otra vez el paliacate por la cabeza, hombros, cara y luego por la espalda de la tía, luego le pidió que se pusiera de pie y comenzó a rezar en su espalda, luego al frente, en seguida se dirigió a la mesa, tomó una botella de agua y gritaba cosas en no sé qué idioma, luego bebió del líquido y escupió a los pies de la tía Inés.

—Listo mujer, abre los ojos lentamente, muy bien, ahora toma con las dos manos el pañuelo que tienes en el corazón y ponlo en mis manos… ¡Cuidao, que sea lento!

La mujer tomó el paliacate rojo con el que le hizo la limpia y se lo puso en la fajilla del cinto de tela, luego extendió las manos y la tía puso el pañuelo en ellas.

—Muy bien, ahora tu misma abre el pañuelo –le ordenó.

Nosotros nos acercamos a la señal que la mujer nos hizo con la cabeza, la tía Inés temblaba, algo había dentro del pañuelo, era una osa como redonda.

—¿Ya vieron?, es la cabeza, el rostro de una mujer, cuando la vean ustedes sabrán a quien se parece-dijo la gitana.

—Se parece…se parece… ¡se parece a la Joaquina!, si es ella, estoy segura Tere, mira, mira –gritaba la tía Inés convencida.

—A ver… ¡es cierto, hasta la melena tiene igualita! –dijo la tía Tere.

—Ya me sospechaba yo de esa tipa –exclamó la tía Inés.

Yo me acerqué a ver y si, era como un rostro pintado, pero de que se pareciera a la Joaquina, pos la mera verdad no.

—Listo, el trabajo está hecho, ahora, ten, llévate la mona con el paliacate amarillo, pero cuidado, entiérralo en una maceta y a los tres días lo quemas.

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—¿Y el billete? –pregunté de inmediato.

—Ten, este te lo llevas en la otra mano, también llegando lo metes luego, luego a la maceta –contestó la gitana.

—Achís… ¿y a poco el billete de cien pesos también lo vamos a quemar? –pregunté.

—No, ese también lo sacan, pero ese no lo queman, lo ponen al sol, para que se limpie, pónganle una piedra blanca para que no lo vuele el viento –explicó.

La tía iba camino a casa con un el paliacate amarillo apoyado en el pecho y la otra mano con el paliacate rojo.

Cuando llegamos a la casa, la abuela Licha nos estaba esperando en la entrada de la casa con el tío momo y el tío Teodoro.

—¡Ya las encontré abuela! –dije con aire triunfal.

—Pero le dije que las trajera, no que se fuera a pasear con ellas –me reclamó.

—Si no estábamos paseando abuela, nomás las estaba esperando a que la húngara le terminara de hacer la limpia a la tía Inés.

Solo vi que las tías cerraban los ojos… y ahí entendí que la había regado, pero caray, si no me dicen antes, ¿cómo quieren que les adivine el pensamiento?, la abuela nomás con la mirada, nos mandó para adentro de la casa y como ya era costumbre, nos fuimos al lugar de las grandes reuniones, la cocina.

—A ver tu, ¿que traes en las manos? –cuestionó la abuela.

—¿Yo? –dijo pasando saliva la tía Inés.

—Ande amá, no la regañe, que la gitana le dijo que no abriera el pañuelo amarillo hasta después de tres días, porque si no se vuelve  salar, nomás que más fuerte.

—¡Que me lo des te digo! –exigió la abuela.

La tía le entregó con la mano temblorosa el paliacate amarillo a la abuela.

—Está bien amá, pero si pierdo el amor de mi vida…

—¿Un hueso de aguacate? ¿eso te entregaron Inés? –dijo la Abuela.

—¿Un hueso de aguacate? –preguntó la tía.

—¿Pos que hay eco aquí o estás sorda?… Inés esto es un hueso de aguacate pintado.

—No amá –dijo la tía Tere- no había nada en el paliacate cuando Inés lo estaba cuidando.

La abuela Licha no dijo nada, lo puso en el molcajete y le pegó con el metlapil, si la mano cilíndrica de piedra volcánica con la que se muele en el metate, y efectivamente, al partirse en dos resultó ser un hueso de aguacate.

—¿Cuánto te cobraron por esto? –preguntó la abuela soltando un suspiro de resignación.

—Pos, pos veinte pesos por la limpia –dijo la tía Inés con la cabeza gacha.

—Más veinte pesos al principio por leer la Buenaventura –contestó la tía Tere.

— Y eso que yo le pedí los cien pesos, que si no se queda con ellos –cuando dije esto al ver las caras de las tías me di cuenta que la había regado de nuevo.

—¿Cien pesos?… cien pesos ¡ay Dios mío!, si para bruto no se estudia… ¿de dónde sacaste los cien pesos?

—Pos de mis ahorros –apenas se alcanzó a oír la tía Inés.

—Dame ese pañuelo –dijo la Abuela resignada al momento que cerraba los ojos y suspiraba de nuevo.

La tía Inés le dio el pañuelo, la abuela lo abrió y… había un trozo de papel periódico, eso sí cortado del mismo tamaño de un billete.

—Pues eta sí que fue una buena limpia… ya te limpiaron con tus ahorros.

La engañada se dejó caer en una silla de la cocina y recargada en la mesa se puso a llorar, la tía Tere se fue despachadita a su recámara, esperando que no le tocara un regaño de la abuela quien se fue al patio a sentarse en la mecedora, y yo la seguí.

—Abuela… ¿estás enojada?

—No mi niño, nomás decepcionada, parece que no aprenden nada, que no se fijan en nada…caen tan, pero tan fácil.

—¿Por qué cae uno tan fácil abuela?

—Porque ven lo que necesitan ver y creen en lo que quieren creer para engañarse y no ver la verdad.

—¿y por qué no quiere uno ver la verdad?

—Porque la verdad duele mijo, la verdad es dura, la verdad abre los ojos, raspa el alma y duele, pero a la larga la verdad es más sana que una buena mentira.

Muchos años después cuando me engañé a mí mismo, supe de lo que hablaba la abuela y cuando finalmente abrí los ojos, efectivamente me dolió, pero hoy lo agradezco profundamente.

 

¡ Hasta la próxima semana !

 

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