El silencio de Amenistlá

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Fuimos al mar porque María extrañaba a su monstrua y solo las olas podían calmar su llanto. Las olas y las huellas en la arena le recordaban la felicidad o aquello que fue lo más cercano.

Nada le era suficiente en comparación; de nada le servían la brisa, las algas, las gaviotas y los moluscos. Ahí estábamos, mirando aquel paisaje, yo le intentaba tomar la mano, pero ella se desprendía. Su cuerpo estaba a mi lado mientras su mente se alejaba.

Supongo que se iba a buscarla, que no quería enterarse de que su monstrua no estaría más. Necesitaba aferrarse a la fealdad de ésta, a su naturaleza bestial llena de impulsos y peligros; al agobio de todos ante su presencia.

Antes de que se fuera, María siempre hablaba sobre la dicha de tenerla, alardeaba de ella y la gracia de tenerla. A partir de que aquellos cazadores se la llevaron, empezó a hablar bajo y a esconderse para mencionar cualquier recuerdo. No volvió a pronunciar su nombre, pero jamás dejó de pensarla.

Sin su monstrua aprendió a ocultarse y cambió la forma de su letra para seguir escribiendo sobre la belleza extraviada. Cuando eso dejó de tener efecto aprendió a hacer mil voces para hablar de ella, primero casi susurrando y después convocando a multitudes.

Así logró su fama; todas las personas del pueblo querían escuchar las hazañas del pasado. Ya no importaba que los cazadores les escucharan y quisieran hacer lo mismo con las suyas, que por años permanecieron cautivas.

Con relatos de María, por los relatos de María fueron liberadas. Aunque temerosas, se presentaron ruidosas y fueron expuestas sin tregua ante los cazadores. Sin dar aviso, el Domingo de Ramos que aquel año, cuando todas bailaban en la plaza, los arcos aparecieron para acribillarlas, quedando marcado aquel día como la peor matanza de monstruas en la historia de Amelistá.

Han pasado 28 años desde aquel domingo y el pueblo sigue en silencio, somos pocas las que pudimos salvar a nuestras monstruas. Ahora las paseamos solo de noche. Tememos dejar de verlas pero no podemos resignarnos al silencio que su cruel cautiverio representa.

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