Los hijos son como los dedos de las manos…

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El miércoles el abuelo había cumplido años, pero como a él no le gustaba faltar al trabajo, cuando cumplía años entre semana, generalmente lo pasaba al sábado, ese día, para festejarlo, se mató un borrego y se hizo barbacoa de pozo, pero como el borrego sería para la tarde noche, la abuela decidió también darle “matarili” a un marrano para hacer chicharrones y carnitas “mientras de que sale la comida”.

Si alguien ha sido siempre una buena anfitriona, esa es sin duda la Abuela Licha, cuando alguien llegaba de visita, no faltaba que preparara, pero de que comía algo, comía, y cuando se trataba de un festejo, no se diga.

Una vez, la tía Lupe que venía de Aguascalientes le dijo: “Ay Licha, tu nos vas a hacer que lleguemos rodando a la casa con estas sabrosuras”, a lo que la abuela le contestó: “Ora resulta que te pongo una pistola en la cabeza pa que comas”; y no es que culpe a la abuela, pero es que tiene una sazón que haría palidecer a las monjas que crearon el mole o los chiles en nogada.

Esa tarde, en el festejo, con nosotros estaba Doña Engracia, quien vivía del otro lado del rancho, casi pegada a las vías del tren, en esa casa había vivido desde que nació, cuando se casó, ella y su esposo se fueron a vivir a esa casa para no dejar sola a su mamá.

— “Eres la más chica, y es tu obligación cuidar a nuestra madre”, le decían los hermanos mayores a Engracia.

Y así sucedió, Engracia se quedó a cuidar a su madre, quien al irse, le dejó a ella la casa en la que siempre habían vivido.

—¡Doña Engracia, Doña Engracia! –entró gritando Chencho, el chavito que traía los recados de la oficina de telégrafos que estaba a un lado de las vías del tren.

—Pos que pasó muchacho, que me  pones con el Jesús en la boca –dijo Doña Engracia.

—Doña Engracia, que dice Don Simeón, que le entregue este telegrama, que es con calidad de urgente.

Doña Engracia tomó nerviosamente el papel amarillo, su mano temblaba y provocaba que el papel hiciera lo mismo.

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—¡Cristo redentor! –exclamó la Doña al tiempo que se sentaba de un golpe en la silla, para luego llevarse las manos a la cabeza.

—¿Pos que pasó Engracia?

—Pos que mi muchacho, “el Jelipe”, se robó unas chivas y lo metieron a la cárcel.

—¿Dónde mujer? –preguntó la abuela.

—Dice el telegrama que está en la cárcel de Torreón; ¡Ay José!, por vida tuya, llévame con mi hijo, anda que ya quiero ver a mi criatura.

Don José y Doña Engracia salieron más pronto de que de inmediato, se fueron directo a Torreón, a hacer lo que todo padre haría por su hijo, estar a su lado en los momentos difíciles.

Tres días después, supimos lo que realmente había sucedido, Felipe, el hijo de Don José y Doña Engracia, se había peleado con un hombre al que le había vendido una camioneta, el tipo se negaba a pagarle a Felipe, ya había pasado un año, cuando Felipe decidió cobrarse “a lo chino” y fue a la casa del deudor y le sacó del corral varias chivas para presionarlo a que le pagara y de no hacerlo, se quedaría con los animales.

Con lo que no contaba Felipe, es que aquella persona, de inmediato lo acusaría de abigeato, y eso, como decía el abuelo, “era más delito que matar a un cristiano”.

Los padres de Felipe tuvieron que vender los pocos animales que les quedaban, unas tierras y todavía así se quedaron con una deuda de un préstamo que le habían pedido a Don Cirilo Luna para completar el dinero para sacarlo de la cárcel.

—Abuela… -le pregunté.

—¿Qué pasó mijo? –contestó.

—Dice el tío Momo que no es la primera vez que Felipe les da un dolor de cabeza a sus papás.

—¿Eso dijo?

—Sí, y que desde que era un chamaco se ha metido en problemas… ¿es cierto?

—Pues si mijo, ese muchacho siempre ha dado problemas a sus padres, hasta la fecha –dijo viéndome por encima de los lentes mientras seguía tejiendo con aguja de gancho.

—¿Y por qué él salió así?

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—¿Cómo así?

—Pos si, así, bueno, diferente a sus hermanos, por ejemplo, el hermano más grande es maestro de una escuela, el otro es sacerdote y la hermana enfermera en la cruz roja.

La abuela dejó a un lado el tejido que estaba haciendo y me dijo:

—A ver mijo, mire, ¿qué ve aquí? –dijo mientras me mostraba las palmas de sus manos extendidas frente a mí.

—Pos tus manos abuela.

—¿Y ves mis dedos?

—Si abuela.

—¿Cuántos son?

—Pos diez.

—¿Y los ves iguales?

—No abuela.

—Pos así mero son los hijos, como los dedos de las manos, todos diferentes, pero a todos se les quiere por igual.

—¿Aunque se porten mal?, ¿Aunque duelan o hagan daño?

—A ver mijo, ¿cuántas veces te has pegado en el dedo chiquito del pie?

—Uy, pos muchas abuela, a cada rato, con las sillas, con la cama, cuando ando descalzo.

—¿Y le duele?

—¡Y de a feo!, hasta siente uno que se le van a salir las tripas del dolor.

—¿Qué tal si se corta los dedos chiquitos del pie?

—¡No abuela, como crees!

—Si te los quitas ya no te vas a pegar en ellos, y por lo tanto ya no te va a doler, ¡te vas a librar de ese dolor para toda la vida! ¿Quiubo, te animas?

—¡No abuela, jamás!

—¿Pero por qué no?

—Pos porque son mis dedos, son míos y no quiero que nadie me los quiten aunque me pegue y  me duela.

—Pos así mero son los hijos mijo, aunque duelan uno jamás permitiría que se los quiten, y menos los cortaría uno mismo de nuestras vidas.

La abuela tomó el tejido y volvió a lo suyo y yo aprendí que el amor de los padres es constante, infinito e incondicional, y que, para una madre o un padre, sus hijos siempre serán sus chamacos, sin importar la edad que tengan, y hoy entiendo en carne propia, lo que aquella tarde aprendí.

 

¡ Hasta la próxima semana ¡

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