Estaba muerto porque vivió llorando por dentro

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Los machos no lloran

Ramiro era un tipo de pocas palabras, tenía su carácter, pero era buen hombre si bien había cometido muchos errores en su vida como la mayoría de las personas, el mayor error que había cometido era el de haberse enamorado de una mujer que no lo amaba de la misma manera.

—Los hombres no chillan –le decía a su hijo el mayor de solo diez años- que para eso somos hombres, para aguantarnos.

Sin embargo, Ramiro así como era de duro con sus hijos, tenía el corazón más noble que se pudieran imaginar.

—Ándale Ramiro, échate otro trago, ¿a onde vas tan temprano? –le decían sus amigos en la cantina.

—Si nomás vine a tomarme un farolazo de sotol, no a emborracharme –contestaba riendo.

—Que se me hace que te pegan –le dijo Justino en tono burlón.

—Pos igual y si, igual y no, pero tampoco voy a andar tirando el dinero de mis hijos.

—¡Que de la comida se encarguen las mujeres Ramiro!

—Y de darles para que la compren en el mercado nos encargamos nosotros –les dijo riendo sin molestarse- ¡que tengan buenas noches sus mercedes!

Ramiro sonriendo, le entregó vasito vacío al cantinero y luego le entregó la moneda de siempre.

—¿Otra copita Ramiro? –le preguntó amablemente el cantinero.

—No Don Pepe, con una tengo, gracias.

—Anda ramiro, que la casa paga, yo invito.

—No es por desairar Don Pepe, pero con una tengo, hay pa la otra.

Don Pepe tomó el dinero y el vaso, luego limpió la barra con su trapo rojo, mientras veía a aquel hombre que seguramente era el primero en no aceptarle una copa de a gratis.

Mi Morena Chula

Ramiro trabajaba todo el día en la imprenta de la papelería, nunca tuvo estudios, pero aprendió bien el oficio de Don Saturnino, quien lo encontró limpiando zapatos en la plaza y le pidió que lo boleara, cuál sería la sorpresa de Don Saturnino, que el chamaco era bien avispado para los números, así nomás de cabeza, sin lápiz ni papel, por lo que ese mismo día le dijo:

—Oye chamaco, ¿te gustaría aprender un oficio para que dejes eso de andar boleando?, y si le agarras bien el modo, podrías manejar la prensa para imprimir, bueno, la manual, porque la eléctrica nomás yo le muevo.

Don Saturnino le enseñó a Ramiro a manejar la prensa manual para imprimir, era japonesa, de color verde fuerte, poco a poco comenzó a conocer lo que era la rama, las regletas a cómo ponerle tinta a los rodillos y como sacar los dedos antes de que la imprenta se los machucara cuando jalaba la palanca.

Aprendió a que cuando ponías un tipo al revés, las letras salían al derecho y que cuando te equivocabas no había forma de borrar y el sábado te lo desquitaban de la raya.

Ahí mismo aprendió a leer y a escribir, Don Saturnino lo ponía a leer diccionarios, primero el chico y luego el grandote, “para que sepas escribir como Dios manda”, le decía el viejo; Ramiro se volvió un experto, poco a poco le fue soltando la prensa grande, la eléctrica, “la negra”, le llamaban de cariño y cuando se descomponía Don Saturnino le hablaba y le decía: ¿Pos ora que te duele mi negra?

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Un día cuando Ramiro iba llegando, en la entrada lo esperaba Don Saturnino, quien con una sola señal hizo que lo siguiera y lo llevó hasta la oficina de las señoritas Chairez, las dueñas de la papelería e imprenta, les decíamos señoritas porque ya estaban grandes de edad y nunca se habían casado, así que bien o mal acertados, uno sacaba sus conclusiones.

Ramiro pensó que algo no estaba bien… ¿Qué habré hecho mal?, se preguntó.

Apenas iba a preguntarlo, cuando Don Saturnino habló.

—Aquí está el muchacho –dijo.

—Entonces… ¿Está usted seguro de lo que hace Don saturnino? –preguntó una de las Señoritas.

—Como que me llamo Saturnino señorita.

—Pues entonces –dijo soltando el aliento- no se diga más.

Ramiro estaba que no entendía nada, de lo único que estaba seguro era de que le temblaban las piernas, entonces, Don Saturnino se quitó el mandil de cuero lleno de pintura y se lo colocó a Ramiro.

—Ya te enseñé todo lo que sabía muchacho, ya estoy muy viejo y cansado para esto, estoy desde que las señoritas eran unas niñas, ahora tú te quedas al frente, con buenas referencias, las mías, no me hagas quedar mal ¿estamos?

—S…si, si señor –contestó tímidamente Ramiro.

—Bueno Señoritas, fue un placer, y de nuevo, muchas gracias por todos estos años.

—¿Seguirá en el pueblo? –pregunto Doña Adela, la mayor.

—No Señorita, me voy a Mazatlán, allá tengo un hermano que tiene un restaurancito de pescados y mariscos, me voy a ayudarle, a ayudarnos…ahora sí, con su permiso.

El viejo salió del lugar no sin antes detenerse por un segundo para ver al joven ramiro, luego le dio una palmada en el hombro y se fue.

Ese fue el primer día de Ramiro en la imprenta como encargado y de ahí fueron muchos días, muchas noches, muchos años.

Por si no vuelvo

Un diciembre, en la fecha que no se daban abasto con los pedidos de las tarjetas navideñas personalizadas (que antes comúnmente se enviaban y recibían), llegó una señorita a pedir por algo especial, los encargados del mostrador no le captaron bien la idea, quería algo especial, entonces prefirieron hablarle a Ramiro, fue así como conoció a Perla, la mujer que le quitó el aliento…y la vida.

Meses después Ramiro y Perla se hicieron novios, a los dos años se casaron y un año después de casados tuvieron a su primer hijo, él le quería poner Saturnino, como su querido maestro, pero Perla no quiso y le pusieron Antonio.

Algo pasó en la vida de la pareja, pues no había día que no hubiera pleito, él le decía a su mujer: “¿pa que te casaste conmigo si no me querías?”, ella nunca le respondió, solo movía la cabeza de un lado para a otro y se iba a otro lado de la casa, Perla a veces tomaba al hijo y se lo llevaba a casa de la comadre Lola, Ramiro prefería quedarse tarde, muy tarde en el trabajo, “Algo habrá que hacer” –decía, pero las patronas sabían que era porque no quería regresar a su casa, él sabía que era porque prefería evitar problemas.

Una noche, que si hubo mucho trabajo por un pedido de última hora de la presidencia municipal, Ramiro se quedó más tarde de lo acostumbrado, finalmente, cuando terminó se fue a su casa, molido de un duro día y con la única intención de tirarse en la cama y quedarse dormido hasta tarde al día siguiente, pero no se pudo, porque la cama estaba ocupada y su esposa también.

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Vio cómo su dizque mujer estaba dormida abrazada de Antonio el primo de ella que había venido de visita unas semanas antes al pueblo, Ramiro sintió que la tierra se abría bajo sus pies y el corazón quedaba como copa de vidrio que cae al suelo.

No lo pensó dos veces, no hizo ruido y caminó lentamente a la cama, se arremangó la camisa, se agachó lentamente y tomó a su pequeño Toñito de la cuna y lo tapó con su cobijita para llevárselo de ahí.

Quizá hizo bien, quizá hizo mal, pero esa noche Ramiro se fue del pueblo, en la carretera pidió aventón para Torreón, ahí a la tarde siguiente tomó el tren para el D.F, apenas llegó y preguntó por un lugar que, según Don Saturnino su maestro, era el sitio donde más personas se dedicaban a ese oficio, donde estaban los mejores.

Ramiro trabajó primero como escribano, luego ya en una imprenta, llegó a ser de los buenos de los mejores, enseñó a su hijo el oficio y estaba muy orgulloso de él.

Una mañana el padre hizo lo mismo que hizo su maestro un día, le paso la estafeta a alguien más, esta vez, a su hijo, pero en esta ocasión, Antonio, el hijo heredaba el taller que con mucho sacrificio había logrado su padre, y que él en algo también había ayudado.

Como si hubiera conocido su destino, una semana después, Ramiro murió un domingo por la mañana o quizá fue el sábado por la noche, el caso es que cuando su nuera le habló para almorzar, el buen Ramiro ya no contestó.

Meses después, cuando estaban haciendo limpieza en el cuarto del viejo, la nuera encontró una caja de zapatos dentro del ropero.

—Mira viejo, esta carta estaba dentro del ropero –le dijo a Antonio.

—¿Caja, de mi padre, que tendrá?

Dentro de la caja había papeles, actas de nacimiento, unas escrituras, pero lo que más le llamó la atención a Antonio, fue un sobre amarillo y encima la letra a puño de su padre, Don Ramiro, que decía: A mi hijo.

Antonio la abrió lentamente, como queriendo no lastimarla, y entonces leyó:

Hijo mío, toda mi vida he llorado, pero por dentro, pa que no me vieras, para que fueras fuerte, pero este dolor que me carcomió por dentro por tanto tiempo, hace mucho que me tenía como muerto, como muerto en vida, no tuve el valor para decirte que yo, tu padre estaba equivocado, pero espero que esta carta te llegue en el momento que la necesites leer y aunque nunca te lo dije, quiero que sepas fuiste mi orgullo y lo que más he querido en la vida, tu apá, Ramiro”

Antonio rompió el llanto y abrazó la vieja carta con todas sus fuerzas y sintió como si le estuviera dando un gran abrazo a su viejo, el abrazo que él nunca le dio.

 

¡Hasta el próximo sábado!

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