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A veces, cuando la tenía enfrente y me estaba platicando, sentía urgencia de pararme, de hacer algo más importante. Ver mi celular, revisar mensajes, ver fotos, escribir tonterías. Me daban ganas de adelantar pendientes, hacer una llamada, pensar en la lista del súper o empezar a recoger la mesa. Su ritmo de hablar no es como el mío. Se tarda mucho en contarme sus historias y mi mente no tiene tolerancia. Veía su mirada, sus manos, su pelo, sus piernas… Ella no tiene prisa. Ella mantiene un ritmo de vida muy diferente al mío. Ella quiere que la escuchen.

A veces, me sentía tentada a interrumpirla. A corregirle algunas de sus teorías anticuadas y paradójicas. Tratar de evadir sus quejas e ignorar sus dolores. Como si no me diera cuenta que las manos le estaban temblando y que tenía una pierna mucho más hinchada que la otra. No tenía tiempo para sentir compasión por ella. Me distraía con mis propios pensamientos y luego regresaba con algún gesto para que pareciera que la estaba escuchando. Cualquier gemido que le hiciera creer que me interesaban sus pláticas.

Pero de repente algo me pasó, se me congeló el tiempo cuando escuché dentro de mí una voz suave que decía «Algún día serás tú esa mujer que nadie quiera escuchar», «algún día, muy cercano, esta mujer se va a ir de tu vida para siempre». En ese instante la comencé a ver con otros ojos. Imaginé que escuchaba los latidos de su corazón, cansados y de pronto arrítmicos. Sus miedos y sus ansiedades se le escapaban por las arrugas de su cara y el labial rojo carmín se empezó a decolorar. Su voz un poco temblorosa recorría mis venas alterando mis sentidos. «Escúchame», gritaba en silencio. «Yo también fui mujer como tú, yo también fui una niña, yo también quiero seguir siendo alguien.»

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Entonces un reloj dentro de mí empezó a girar más rápido. Cada paso de las manecillas me entristecía profundamente. Angustiada, me di cuenta que se me iba de las manos esta viejita. Que la mujer que dio a luz a mi madre y me ha acompañado toda la vida, pronto dejaría de estar conmigo, con nosotros. ¿Cuántas historias he dejado de escuchar? ¿Cuántos consejos sabios me estaré perdiendo? ¿Cuántas veces habrá sentido cosas que yo siento y sentiré? ¿Cuántas recetas me falta recopilar? Frente a mí tenía un libro de vida que no podía ni debía dejar escapar. Un libro que pocas veces me interesó abrir. Era un error dejar que las hojas se volaran sin haberlas leído antes. Subrayado. Anotado. Recalcado. Citado.

Me levanté decidida, y noté cómo ella recorría con sus ojos verdes y brillosos todo mi cuerpo. «Qué guapa eres mi nietecita preciosa», me dijo con un tono de orgullo, de anhelo y de nostalgia. Ella había sido igualita a mí hace muchos años. Sin contestar nada caminé hacia ella. Dejando atrás todos esos pendientes que perdieron fuerza. Abandonando mi celular, mis listas, mis múltiples interrupciones cotidianas y mi egoísmo. Di varios pasos firmes mientras notaba que sus ojos me seguían acompañando. Ya ahí, me agaché, asegurándome de estar a su altura, frente a frente. Le agarré las manos suaves y frágiles, acariciando sus uñas rojas y largas y sus arrugas manchadas de tiempo. Viéndola fijamente a los ojos, con esa mirada que a veces me recuerda a mí misma, le dije «Abuelita, no tienes idea cuanto te quiero. No puedes imaginarte las gracias que le doy a Dios todos los días por la familia en la que nací. Pero más importante que nada, quiero que sepas, que siempre he querido ser como tú. Activa, elegante, creativa, inteligente, interesante y feliz. Quiero ser la mujer que siempre fuiste. Quiero ser esa mujer maravillosa que sigues siendo hoy.» Como si fuera magia, se le inundaron los ojos de lágrimas. Escurrían sobre sus mejillas hasta sus labios y su cuello. Le besé la frente, me senté junto a ella y le di un abrazo que esperé me durara para toda la vida.

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