El fetichismo del celular en la mano

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A partir de la película “Ella” protagonizada por Joaquin Phoenix, tuve una conversación con Uriel García Varela, psicoterapeuta y psicoanalista en formación cuya práctica clínica está principalmente en la ciudad de Puebla ([email protected]). En esta película “supuestamente” futurista, el personaje principal se enamora del sistema operativo de su teléfono celular. Enfatizo “supuestamente” porque me parece que este tipo de fenómenos se están dando actualmente. Va en aumento la cantidad de personas que se enamoran por internet o cuyas relaciones más significativas son a través de los medios sociales virtuales. El “Second life”, juego virtual en el que una persona puede elegir su “avatar” con la identidad deseada y vivir una vida paralela, ejemplifica nuestra enajenación del mundo real y de las relaciones afectivamente íntimas y cercanas. En los Estados Unidos la gente está todo el tiempo con la cabeza metida en el celular y los audífonos en los oídos. El metro, el autobús y el elevador ya no son espacios para hablar del clima o del tráfico. La gente ya no se mira, no se habla, no se saluda. Debido a lo anterior Uriel nos escribió sus magníficas reflexiones:

Desde muy pequeño comprendí que los grandes profetas de nuestro tiempo son los escritores de ciencia ficción, quienes han hecho predicciones del futuro tan atinadas que generan en el lector un extraño sentimiento de asombro mezclado con angustia. Y esto se debe a que su futuro es nuestro presente y poco a poco comenzamos a temer las consecuencias de nuestro progreso tecnológico y a pensar en las repercusiones que se pueden alcanzar en nuestro propio porvenir (Pensemos, por ejemplo, en la película “Wall-E” o en la saga de “Terminator”). Pero no es mi tarea en este espacio generar paranoia y ansiedad en el lector. Lo que busco es describir un fenómeno del presente, tan común en nuestros días que hasta pasa desapercibido; fenómeno que fue descrito ya por uno de nuestros profetas contemporáneos, Stanislav Lem.

No tiene más de cinco años que leí el fascinante e irónico “Congreso de futurología” de Lem, escrito en 1971, del cual me sigue impactando enormemente el siguiente párrafo, parte del diario del protagonista Ijon Tichy, quien tras un largo periodo de hibernación es despertado en el año 2039:

“(…) He cenado nuevamente con Ailin en el “Bronx”. Siempre tiene algo que contar esa cariñosa muchacha, contrariamente a esas chicas de los snacks que realizan todas sus conversaciones a través de su computadora portátil.” (Lem, 1971)[1]

Comparemos lo que expone Lem con aquello que podemos observar en nuestra vida cotidiana; ya sea en la fila del banco, del supermercado, en una junta académica o laboral, en el metro o el autobús, podemos observar personas que traen un teléfono celular en su mano. A veces pasándolo de una mano a otra en forma casi rítmica, sin observarlo siquiera o revisándolo de vez en vez, el teléfono celular se ha convertido en un artículo indispensable para sobrevivir en nuestra sociedad contemporánea. Y a decir verdad, el teléfono celular ha dejado de ser únicamente una herramienta con fines de comunicación. En las sociedades industriales, hasta el más humilde trae consigo un smartphone (obtenido a través de cómodos pagos chiquitos y casi permanentes) mediante el cual puede mandar y recibir correos electrónicos, mensajes inmediatos, disfrutar de todo tipo de juegos y con una capacidad de memoria suficiente para generar una amplia colección de fotografías y canciones de sus bandas favoritas.

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Pero psicológicamente, el fenómeno llega a límites mucho más profundos. En los años treinta, Ronald Fairbairn propuso que el objetivo de nuestra vida mental y emocional es el de vincularnos con las personas que nos son significativas. En un primer plano podemos pensar que el teléfono cumple esa función, pero aparentemente dicha función ha dejado de ser primordial. El psicoanalista londinense Donald W. Winnicott propuso en el año 1951 el concepto de “Objetos y fenómenos transicionales”. ¿Y a qué se refiere con esto? Existen dos zonas de experiencia en nuestras vidas; la primera está en nuestro interior, son nuestros  pensamientos, emociones y sensaciones. La segunda es la realidad objetiva, aquella que está fuera de nosotros y en donde realizamos nuestras actividades concretas. Winnicott propuso que existe una zona intermedia, una zona de creación. Inspirado en el cantante de folk Cat Stevens, Winnicott se preguntaba “¿En dónde está un niño cuando juega?”. Si pensamos que está en su zona interna, el niño no podría compartir su juego con los otros pues toda la actividad estaría dentro de su pensamiento. Esto último ocurre en el caso de los niños autistas quienes no permiten al otro penetrar en su mundo interior. Por el contrario, si pensamos que el niño juega en la realidad objetiva, tendería a ser concreto y una caja jamás tendría la capacidad de convertirse en una nave intergaláctica y un grupo de sábanas acomodadas sobre los muebles de la sala serían sólo eso y no un fuerte o una estación espacial.

El espacio en donde el niño juega fue nombrado “espacio intermedio” o “espacio potencial”. Se trata de una zona de creación y es allí en donde se llevarán a cabo las más sublimes creaciones humanas (arte, ciencia, religión, etc.). La naturaleza de ese espacio nos permite compartir lo que ocurre allí con otras personas, puesto que se encuentra entre la zona interior y la realidad objetiva. Pensemos en las veces en que mostramos a alguien una película que tiene gran significado para nosotros; en la manera en que un niño puede incluir a otro en su juego y crear un juego nuevo y también en un grupo de músicos de jazz que comienzan una sesión de improvisación.   Ahora bien, un objeto transicional es aquel que el niño utiliza para poder lidiar con la separación de una persona significativa, usualmente la madre. El niño toma una mantita, un osito, una muñeca u otro objeto inanimado y se aferra a él, ya que representa la presencia de esa persona amada. Una vez que la presencia se interioriza en la mente del pequeño, este tiende a abandonar el objeto puesto que ha encontrado la seguridad dentro de sí mismo.

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¿Es entonces el teléfono celular un objeto transicional, puesto que ayuda a mantener la presencia de nuestros seres queridos? Probablemente no, pues el objeto transicional es por definición “transicional”, es decir, ayuda a tolerar una separación por un periodo delimitado de tiempo, pero debe ser abandonado una vez que la separación es tolerada. Winnicott nos dirá que cuando el objeto transicional permanece fijado -cuando no se abandona- se convierte en un “objeto fetiche”. Y no nos referimos al fetiche sexual como comúnmente se pudiera entender; se trata de un objeto al que nos aferramos al no poder tolerar la pérdida y la separación de la persona real. Esto ocurre con los cigarrillos, el alcohol, los videojuegos y más recientemente los teléfonos celulares.

La pregunta que surge ahora es ¿Qué pasa en nuestra sociedad contemporánea que somos incapaces de soportar la separación? Esta es una pregunta abierta y no pretendo abordar este problema por ahora. Lo que puedo decir por el momento es que el teléfono celular en la mano se ha convertido en un objeto fetiche del cual no podemos desprendernos y que incluso provoca angustia cuando no funciona de la manera en que quisiéramos. Y como dijo Stanislav Lem, la comunicación se ha ido tornando cada vez más impersonal. Invito a todos a dejar ese fetichismo por un momento y salir a tomar un café con esa persona querida, a caminar por el parque y conversar. De otro modo, las catástrofes adelantadas por los escritores de ciencia ficción podrían llegar a convertirse en realidades presentes (Recomiendo ver la película Her (Ella) de Spike Jonze). Espero que no lleguemos a un modo de interacción en donde ubicados hombro con hombro tengamos que recurrir a la tecnología para comunicarnos; inmensamente obesos e hipnotizados por esa simulación de relaciones interpersonales.

[1] Las cursivas son mías.

 

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